UTOPÍA Y PRAXIS LATINOAMERICANA. AÑO: 23, n°. 83 (OCTUBRE-DICIEMBRE), 2018, PP.34-40 REVISTA INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA Y TEORÍA SOCIAL
CESA-FCES-UNIVERSIDAD DEL ZULIA. MARACAIBO-VENEZUELA. ISSN 1315-5216 / ISSN-e: 2477-9555
Teaching and Healing. A Look from a Curative Roots Teaching
Francisco José FRANCISCO CARRERA
ORCID: http://orcid.org/0000-0003-2481-8213
ID-Scopus: 56427936300
Universidad de Valladolid, España
Álex VÉLIZ BURGOS
ORCID: http://orcid.org/0000-0003-1371-9041
ID-Scopus: 57200793440
Universidad de Los Lagos, Chile
Javier CARREÓN GUILLEN
Universidad Nacional Autónoma de México, México
Este trabajo está depositado en Zenodo:
DOI: http://doi.org/10.5281/zenodo.1438526
En el presente artículo se pretende situar al docente como agente curativo y sanador en lo educativo y lo social. Para ello, se planteará la importancia de la didáctica como disciplina a través de la cual el docente puede ser capaz de curar, prevenir y actuar en las situaciones propias de aula. Por todo ello, se plantea la necesidad de replantearse algunas de las funciones básicas de todo profesor a la hora de trabajar con sus alumnos.
Palabras clave: Didáctica curativa; cuidado; enseñanza; sistema educativo
In the present paper it is our intention to place the teacher as the healing agent in the educative and social realms. In order to do so, we will determine the importance of healing didactics as a discipline through which the teacher can heal, prevent and act within class situations. It is also presented the need to reconsider some of the teacher’s basic functions when working with his or her students.
Keywords: Healing didactics; care; teaching; educative system
Recibido: 01-04-2018 ● Aceptado: 11-06-2018
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INTRODUCCIÓN
Ahora que nos acercamos a la tercera década del siglo XXI, pocas dudas quedan ya de la necesidad de observar nuestras sociedades de manera holística y de manera compleja, esto es, sin perder de vista la especificidad que hemos ido ganando en cada disciplina siglo a siglo. Esto es algo de lo que, por ejemplo, Pániker (1982) nos ha venido hablando cuando se refería al “retroprogreso”, ese paradójico impulso que nos alejaba del origen a la vez que nos lo recordaba. Es verdad que nos hemos alejado mucho del origen, tanto que es difícil saber cómo o qué era. Aquel desarrollo epistemológico que nació de los mitos y su telúrica narratividad ha ido tornándose terreno específico de la ciencia. Parece que aquello que no cae dentro del terreno de la ciencia, ha de irse ya a las fronteras de la poesía o el pensamiento místico. Esto olvida que, en un principio, todo tenía un mismo origen pues todo origen es unitario, aunque señale ya a la diversificación de la esencia primera. Conviene recordar pues que, en las culturas tradicionales fundamentadas en constructos mitológicos, la mitología fundamentaba cuatro aspectos principalmente: el psicológico, el místico, el sociológico y el cosmológico (Campbell: 2004, p. 25). Como es obvio, esto implicaba una visión mucho más holística que la actual, con sus pros y sus contras. Para empezar, en visiones holísticas a veces se pierden los detalles y los detalles, en ocasiones, marcan la diferencia entre la vida y la muerte1. Por otro lado, la visión integral aporta sus nuevas capas de significado al unir aspectos aparentemente contradictorios o simplemente inconexos para crear una nueva lectura de la situación u objeto analizado2.
Al fin, nos planteamos con (Campbell: 2010, p.12) si es posible llegar científicamente a esos cimientos de la vida psicológica que eran las construcciones mitológicas ahora que estas han dado paso a las ruinas poéticas que se vislumbran en nuestras autopistas de información y conocimiento. La realidad de dichos constructos fundamentales para sociedades anteriores a las nuestras es asimismo innegable, su facticidad es tal que Campbell las entiende como “hechos de la mente”. De algún modo, pues, “la sociedad que celebra y mantiene sus mitos vivos será nutrida desde los estratos más ricos y sanos del espíritu humano” (Campbell: 2010, p. 15). Todo ello, claro está, en continuo diálogo con la ciencia como proceso continuo de perfeccionamiento, algo ya conquistado para el mundo occidental sobre todo desde el Renacimiento, un mundo, por tanto, “de cambios, nuevas ideas, nuevos objetos, nuevas magnitudes, y transformación constante, no uno pétreo, rígido, y que haya canonizado alguna ‘verdad’ encontrada”. Estas líneas de pensamiento nos parecen hoy en día de vital importancia para seguir avanzando en pos de una mejora humana que nada tiene que ver con las propuestas, por ejemplo, que provienen del transhumanismo (Campbell: 2010, p.17). Forman más bien parte de una visión analógica, una manera de entender el mundo que celebra lo híbrido, que se encuentra cómoda en la movilidad de los tiempos y la vida. También de esta manera se puede llegar a entender que la enfermedad y la sanación como tienen una relación sinequística según la idea peirceiana por la que hay una especie de continuum entre los estados antagónicos (Peirce: 2013). Por otra parte, concordamos con Irigaray (2016) en los peligros de la fragmentización absoluta de la realidad, aunque dicho proceso sin duda puede ayudarnos a entenderla mejor:
Hemos, pues, de preguntarnos si nuestra cultura sigue estando al servicio de la humanidad o, por el contrario, está contribuyendo a su destrucción, porque nos fragmenta en partes cada vez más pequeñas, más parciales, más muertas. Esta cultura, pues, unas veces nos entra por los ojos, otras por los oídos, otras se expresan mediante palabras y otras mediante imágenes, pero nunca nos reúne con todas nuestras percepciones, nunca nos permite acercarnos de veras el uno al otro
Piénsese en procesos tan precisos como la cirugía, la lectura de la carretera desde el interior de un vehículo o la atención excepcional de un controlador aéreo al leer el espacio aéreo en el que se van sucediendo datos y más datos que ha de procesar. En estos procesos el “más o menos” no es algo planteable y la precisión y exactitud es sin duda necesaria.
Del mismo modo, téngase en mente esos momentos en que uno entiende algo de una manera completamente nueva al abrir su campo de observación pues un contexto cerrado y pequeño es integrado en uno mayor, más abierto.
y con la totalidad de nuestro ser. Lo cual termina en una especie de neutralización, una modalidad de nihilismo, incluso si resulta en formas, discursos o apariencias bellas (Irigaray: 2016, p. 31).
En cualquier caso, como iremos viendo en las páginas que siguen, proponemos una visión moderada y prudente a la hora de entender el mundo y de explicarlo, pues esta es la base al fin y al cabo de la Ciencia en general y las Ciencias de la Educación en particular porque han de formar a los docentes de una manera racional, de manera que no olviden que a la vez que docentes son discentes e investigadores. Un docente que ha perdido la pasión discente, no puede llegar muy lejos. Tampoco lo podrá hacer si no permanece en él la sed de la investigación. Investigar y estudiar son aspectos necesarios para la enseñanza, sin ellos la enseñanza deviene inerte. Esa moderación y prudencia que proponemos no es un estado desapasionado, más bien lo contrario, va en consonancia de lo que propone Grün (2016), por ejemplo. Por ello también creemos que es un momento adecuado para acercarnos a las Ciencias de la Salud desde otras disciplinas y otros campos de actuación, en especial desde las Ciencias de la Educación y más concretamente desde la practicidad que pueden implementar las didácticas. De hecho, uno de los grandes problemas de la salud actual es el trabajo deshumanizado, de sus profesionales, donde se pretende dejar afuera las emociones humanas en el trabajo con las personas, como si esto fuera posible o como una carga que no es posible de enfrentar (Dörner: 2017).
Para entender esto mejor, acudimos a Swimme (2001:40) y su concepto de “compasión comprensiva” (en inglés “comprehensive companion) pues de esta manera activaríamos una nueva relación con nuestro entorno y esto podría transmitirse de forma sistemática en las escuelas. La compasión, en este sentido, se extendería más allá de lo humano (por ello el término “comprensiva”). Al fin y al cabo, como dice Swimme (2001), los humanos tenemos la posibilidad de preocuparnos por el otro, por lo otro y esto se hace, mayormente, a través de la imaginación que es capaz de proyectarse a lugares lejanos hacia seres asimismo lejanos. A este respecto, también conviene recordar que esa compasión comprensiva haría bien en anclarse en lo simple y lo sencillo, en el sentido de retomar la propia esencia “de la sencillez de nuestra vida cotidiana” (Esquirol: 2015, p.17) en el sentido que le otorga a la aproximación al mundo Josep María Esquirol. También Meirieu enfatiza la importancia de esto al hablar de la “educación de lo cotidiano” (Meirieu: 2004). De esta manera, el sistema educativo abriría sus “aulas” a la necesidad de una aproximación al otro afectiva y efectiva, un volver a mirar a los seres y las cosas con cierta sorpresa prístina, volver a acercarnos al niño que llevamos dentro, pero de una manera adulta esta vez. Algo así como recuperar, pero de manera consciente y reflexiva, el origen de las formas, abrirnos a una mirada holística e integral y que de alguna manera ponga en perspectiva la excesiva parcelación a la que a veces por exceso de racionalismo tendemos en estos días tan plagados de cifras y datos:
La cultura que todo lo reduce a hechos y a datos es una cultura miope y, por eso mismo, decadente. Porque conviene saber que la decadencia de una cultura no se debe tanto a la poca destreza para enfrentarse a la dificultad y los asuntos más abstrusos, como a su desconexión de lo sencillo. Cúmulos de complejidades artificiosas, pero alejamiento de lo simple y de lo profundo. Encontramos sencillez poética en el trabajo bien hecho, en el gesto antiguo de cada uno de los oficios. Encontramos sencillez poética en el uso de las palabras en el habla coloquial. Encontramos sencillez poética en la comprensión normal y sensata de las cosas, y en las definiciones de siempre (Esquirol: 2018, p.17).
De este modo, tenemos que hacer conscientes a nuestros alumnos de que la sencillez y la profundidad suelen ir de la mano, algo que en momentos de poca claridad mental solemos olvidar. Nos sorprendemos a veces y admiramos aquellos discursos que se hacen difíciles, aunque sea simplemente por la disposición de un mero armazón de esencia vicaria más parecido a los fuegos artificiales que a la enjundia de un aforismo. Las verdades más profundas suelen ser fáciles de captar, aunque difíciles de mantener en nuestro horizonte de manera continuada. Por eso es tan importante estos días el ser capaces de educar algo tan natural como la atención. De ahí provienen tantas de las paradojas que vertebran al ser humano desde su origen, de ahí tanta riqueza interpretativa en nuestras construcciones segundas, de ahí la necesidad de una consciencia hermenéutica en el hombre que actúe como faro y busque verdades analógicas antes que dogmas unívocos o equivocismos inveterados. Pues bien, consideramos que el sistema educativo, si se entiende en su capacidad sanadora, debería valorar en gran medida la necesidad de transmitir lo que estime de forma clara y de forma simple. Del mismo modo que las diapositivas mostradas en una presentación han de contener la información justa3, el sistema educativo ha de esforzarse en un sentido de “depuración epistemológica”, por así decirlo. Es también un deseo de llegar a la médula del asunto, de no irnos por las ramas, enfocar bien la luz sobre la “herida” y con los materiales adecuados, limpiar, sanar y volver a dejar todo de la mejor manera posible.
Así, el educador deviene sanador al observar detenidamente los daños pasados y se pone manos a la obra para curarlos. Además, previendo aquellos futuros, idea mecanismos de autosanación para sus alumnos. Esto solo se puede hacer con la prudencia del respeto y la calidez del cariño. Al fin y al cabo, lo más importante aquí es desarrollar una cultura del “cuidado” y acaso esto, que entronca asimismo las Ciencias de la Educación con las de la Salud, es un aspecto básico en el desarrollo de nuestros docentes. Esto es especialmente claro para aquellos maestros que trabajan con niños, todos aceptaremos que su labor es enseñar a sus alumnos, pero nadie se atrevería a decir que no es parte de su labor el cuidar a los más jóvenes. Al fin y al cabo, todos deberíamos cuidarnos a todos. Así, el ser humano crearía redes de protección mutua a nivel general, algo que es un principio básico de cualquier estado del bienestar que se precie como tal. Por lo mismo, es una tarea en las que los educadores deben participar activamente, se debe ampliar la mirada más que a la sola transmisión de conocimiento, sino también a la entrega de experiencias, a la educación en valores para la vida personal y profesional, y en la expresión de emociones en un contexto social (Véliz, Dörner, Ripoll & González, 2017).
Conviene ahora, por tanto, reflexionar sobre cuánto y cómo la didáctica, esa ciencia aplicada que tiene algo de arte, puede ayudar en la curación del alumnado, en particular, y de la sociedad, en general. Las disciplinas que los estudiantes acometen dentro del sistema educativo, sean estas las que sean, son impartidas a partir de unos presupuestos didácticos que regulan su funcionamiento. Ya nos hemos ocupado en otros lugares de algunos de estos presupuestos propios de la didáctica (Carrera, Paramá, Gómez, Bueno, Jiménez & Caballero: 2016), por lo que aquí nos ocupa, nos vamos a centrar en el carácter ontológico-curativo que debería recorrer las actividades didácticas dentro del sistema educativo. Todo esto lo entendemos así porque hay una pulsión esencialmente curativa en la necesidad humana de enseñar y esta pulsión es mediada convenientemente por el deseo de “cuidar” al otro. Cuidando al otro, a su vez, nos cuidamos a nosotros mismos. Es un movimiento reflejo que redunda en un bien general. Por ello es tan importante ser cuidadosos cuando estamos desarrollando procesos didácticos, cuidadosos además en varios planos: hacia
En ambos sentidos de la palabra, justa por ser la precisa, la correcta, y justa por ser suficiente, por no excederse más allá de lo que puede llegar a transmitir, algo que oscurecería el significado innecesariamente.
el otro, hacia uno mismo, hacia lo que se enseña, hacia las proyecciones futuras en las que de alguna manera estamos influyendo prolépticamente. Esto no es baladí y tiene un peso y un poso muy marcado. Enseñar con cariño, enseñar con cuidado. Todo ello para sanar y para prevenir. De ahí esa importancia del docente que se vislumbra también en sus funciones como un sanador. Esto, qué duda cabe, hace que su responsabilidad en los procesos de enseñanza-aprendizaje sea todavía más grande. En lo que respecta a lo epistemológico es importante lo que enseña, es obvio. Pero también es importante el cómo (esto es, a través de qué) en lo metodológico pero, sobre todo, en lo ontológico (esto es, de qué manera). Ese cuidado que es propio de la profesión docente podría ser definido de la siguiente manera:
Lo que se opone al desinterés y a la indiferencia es el cuidado. Cuidar es más que un acto; es una actitud. Por lo tanto, abarca más que un momento de atención, de celo y de desvelo. Representa una actitud de ocupación, de preocupación, de responsabilización y de compromiso afectivo con el otro (Boff: 2002, p. 29).
Por lo tanto, a partir de esta necesidad de cuidado, también estamos reivindicando la aceptación del docente como agente curativo en lo educativo-social, de una manera adyacente a la más propia de los profesionales de las Ciencias de la Salud en lo físico y en lo psíquico, esto es obvio, pero de una manera evidente. Se nos viene a la cabeza aquí la vieja máxima de la autoridad del profesorado, pero sobre todo desde una perspectiva gadameriana, porque solo así se puede entender en toda su complejidad:
Esta experiencia nos permite reconocer cuál es la verdadera tarea de nuestra civilización, en la que una regulación creciente de todos los aspectos de la vida no hace sino confirmar el viejo pronóstico de Max Weber de la burocratización progresiva. Se hace algo porque siempre se ha hecho eso. Éste es el argumento último de todas las administraciones y el esquema básico de toda burocracia. Lo que yo creo, frente a todo esto, es que deberíamos poner en juego y fomentar, pero de verdad, todas las posibilidades productivas de las que los hombres disponen para tratar entre sí, si no queremos acabar convirtiéndonos en simples “minimáquinas”. Pues en definitiva el objetivo de toda educación es mantener despiertas, tanto en el niño como en el adulto, y desde luego en el que aprende, todas las fuerzas productivas. Por eso pienso que necesitamos modelos y autoridad, pero en un sentido muy distinto: en el de la adopción de una influencia formadora, no en el modelo de la máquina (Gadamer: 2002, p. 63).
Porque la salud no puede ser curada “maquinalmente” ni la sanación transmitida de manera robótica. Las máquinas, nos ayudarán, es evidente, pero el curar es algo ontológicamente humano, el aprender, también. Por lo tanto, aquí se hibrida el docente formador y el docente sanador. Hace de su realidad profesional un campo extremadamente complejo en lo que a sus funciones se refiere. Este es el verdadero docente que se necesita en una época que se reconoce como híbrida y compleja, este siglo XXI en el que vemos cómo la rapidez influye decisivamente en las constantes vitales del discurrir humano. Acaso porque desde una perspectiva asimismo híbrida, el docente puede realizar sus funciones con una mayor armonía que no niegue aspectos básicos de su quehacer diario: desde curar una herida superficial a un niño de 5 años a suturar los dolores del corazón de aquellos otros que empiezan a intuir las amarguras de, por ejemplo, el amor, la traición o los celos. Todo ello, por supuesto, sin dejar atrás su función meramente formadora en lo epistemológico, pues docente es aquel que enseña al otro “algo”, un “contenido” que se considera necesario y apropiado para el discente. Se enseña “algo” (contenido epistemológico) a través de un “método” (habilidad metodológica) y permeado todo esto de alguna forma de “ser” (manifestación ontológica).
Por tanto y antes de llegar a nuestras conclusiones, cabe decir que la didáctica como disciplina mediadora en el aula entre el docente, los contenidos concretos y el discente, puede y debe reconocerse
como una realidad curativa y tendente al cuidado del otro. Dar clase es, al fin y al cabo, un poco eso, un ágape entre iguales en esencia, solo que a unos les ha tocado llevar el timón y a otros aprender a remar. Al fin y al cabo, todo es cuestión de tiempo, esos roles, como todo en la vida, también pasarán, se repetirán y todo ello para, una y otra vez, habiendo concluido el camino, volver a comenzar.
Si es cierto, como dice Sánchez Ron, que “la ciencia alimenta nuestro entendimiento, aliviándolo ante la continua sorpresa que significa la extraordinaria variedad de cuerpos y fenómenos que pueblan el Universo en el que nos hallamos, pero es la tecnología la que conduce y condiciona nuestras vidas” (Sánchez: 2018,
p. 62), la didáctica puede ser una disciplina muy útil para mediar entre los diversos aspectos que se dan cita en los procesos de enseñanza-aprendizaje de base formal en un aula. También una mediadora necesaria entre los fundamentos epistemológicos y las actuaciones metodológicas que cada vez en mayor grado vienen formalizadas a través de la tecnología. De esto modo, hemos propuesto en el presente artículo la necesidad de presentar al docente como un sanador en lo educativo y en lo social. En su rol de sanador, por tanto, ha de ser capaz no solo de enseñar sino también de curar lo que haya de ser curado y de prever posibles “enfermedades” sociales y educativas. Esto solo lo podrá hacer si es capaz de llevar su trabajo con cuidado y voluntad hermenéutica. Por muy poético que suene, el corazón y la cabeza han de trabajar juntos en muchas ocasiones a lo largo de nuestras vidas. Pero en otras será mejor dejar actuar a uno o a otro. Conviene recordar que, como decía Pessoa en su Libro del desasosiego, “si el corazón pudiera pensar, se detendría” (Pessoa: 2016, p. 34). Su labor es otra, pero su labor es esencial también. Al fin y al cabo, el docente lo tiene más difícil porque en su clase es corazón y cabeza trabajando al unísono y ha de saber qué ha de hacer a veces por formación (ciencia), a veces por intuición (arte). Eso lo facilita la didáctica pues participa de la sistematización de la exactitud científica y de la improvisación de la intuición artística. Dicho todo esto, qué duda cabe, de manera extremadamente simple pues hay aristas y matices que, explorados de manera adecuada, harían que las presentes páginas se extendieran más allá de lo que sería conveniente en este momento. Cerramos pues este trabajo con las siguientes palabras de R. Tagore para dejar que el sonido sea exacto, tan exacto como el silencio que, por supuesto, habrá de seguirlo:
¿Cuál es la utilidad de incrementar, incrementar e incrementar? Si continuamos aumentado el volumen o el tono del sonido no conseguiremos otra cosa que no sea un alarido. Sólo podemos obtener música regulando el sonido e infundiéndole la melodía del ritmo a la perfección (Tagore: 2015, p. 36).
En el mismo sentido, la formación de los profesionales de la educación y de la salud, debe poner énfasis en el cuidado, pues en la medida que el centro es el cuidar, el profesional cuida a otros y a sí mismo, su centro además de la enseñanza debe ser el desarrollo de valores, promoción de la vida, de la naturaleza, en definitiva, contribuir a que las personas logren desarrollarse en su plenitud emocional, cognitiva y espiritual (Véliz, Soto & Dörner: 2017).
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