Revista de Ciencias Sociales (RCS)
Vol. XXX, No. 2, Abril - Junio 2024. pp. 516-533
FCES - LUZ ● ISSN: 1315-9518 ● ISSN-E: 2477-9431
Como citar: Morales, J.-A. (2024). Caracterización del perfil del victimario, la víctima y del observador en la trama de la violencia escolar. Revista De Ciencias Sociales, XXX(2), 516-533.
Caracterización del perfil del victimario, la víctima y del observador en la trama de la violencia escolar
Morales, Jesús-A.*
Resumen
Comprender la violencia en el escenario escolar, requiere profundizar en otros contextos en los que tanto el sujeto activo, pasivo y el tercero (observador), conviven. En este sentido, se reporta a partir de una revisión documental la caracterización del perfil del victimario, la víctima y del observador dentro de la trama de violencia escolar; el primero, se asume como un sujeto proveniente de un ambiente familiar en conflicto y con una elevada disfuncionalidad, desarticulado o fragmentado, en el que se adolece de la figura de autoridad y definición de pautas de convivencia sustentadas en el reconocimiento y el respeto del otro. Por su parte, el sujeto pasivo, usualmente proviene de modos de crianza férreos, con escasa comunicación y con el uso de reglas que por su imposición sistemática ocasionan adopción de comportamientos sumisos, escasa autonomía y estima baja que le hacen propenso al ejercicio del poder de dominación, control y manipulación; con respecto al tercero observador, se asume como un sujeto distante, con bajo juicio moral, poco empático y responsable aupar el acto violento a través del desafío, de uso de palabras hirientes e instigadoras del acoso, del maltrato y el despliegue de un juego arbitrario sobre los más vulnerables.
Palabras clave: Dominación; hostigamiento; maltrato físico-psicológico; sumisión; violencia escolar.
* Doctor en Antropología. Magister en Educación mención Orientación Educativa. Magister en Educación mención Lectura y Escritura. Politólogo. Docente de Psicología General y Orientación Educativa en la Universidad de Los Andes (ULA), Mérida, Venezuela. Investigador emérito reconocido por el Programa de Estímulo a la Investigación y por el Programa de Estímulo a la Docencia en la Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela. E-mail: lectoescrituraula@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8533-3442
Recibido: 2023-11-26 · Aceptado: 2024-02-12
Characterization of the profile of the perpetrator, the victim and the observer in the plot of school violence
Abstract
Understanding violence in the school setting requires delving into other contexts in which both the active and passive subjects and the third party (observer) coexist. In this sense, the characterization of the profile of the perpetrator, the victim and the observer within the school violence plot is reported based on a documentary review; The first is assumed as a subject coming from a family environment in conflict and with high dysfunctionality, disjointed or fragmented, in which the figure of authority and definition of coexistence patterns supported by the recognition and respect of the other are lacking. For its part, the passive subject usually comes from strict ways of upbringing, with little communication and the use of rules that, due to their systematic imposition, cause the adoption of submissive behaviors, little autonomy and low esteem that make them prone to the exercise of the power of domination, control and manipulation; With respect to the third observer, he is assumed to be a distant subject, with low moral judgment, not very empathetic and responsible, promoting the violent act through defiance, the use of hurtful words and instigators of harassment, mistreatment and the deployment of an arbitrary game. on the most vulnerable.
Keywords: Domination; harassment; physical-psychological abuse; submission; school violence.
Introducción
Durante los últimos años comprender el funcionamiento del contexto educativo se ha constituido un desafío para las ciencias educativas y sociales; entre otras razones, por la cada vez más recurrente confrontación entre sujetos provenientes de diversos estratos socio-económicos y culturales, con estilos de crianza legitimados y formas de vida particulares a las que se les atribuye la predisposición del sujeto para vincularse con sus pares. Esto supone la referencia a los conflictos emergentes, en los que la violencia ocupa un lugar preponderante por ocasionar la alteración del clima escolar, pero, además, por dificultar el reconocimiento y el respeto mutuo, como requerimientos que por sus implicaciones determinan la integración social a la vida escolar (Morales, 2020; Ramón, Longoria y Olalde, 2020).
Diversas posiciones científicas dejan ver que la violencia escolar no es más que el resultado de la incapacidad del sujeto para adaptarse a las normas socioeducativas, razón por la que le es imposible lograr el entendimiento recíproco y sí, en cambio, reproducir los conflictos derivados de la exclusión sistemática, como el factor de riesgo que refuerza las posibilidades de salir del círculo de sociabilidad agresiva y violenta, así como establecer modelos de relacionamiento que motiven la resolución pacífica de conflictos; esto en parte, se debe al escaso manejo de competencias sociales asociadas con la negociación, la empatía y el altruismo.
Este limitado repertorio tanto socioemocional como psicológico, dimensionan la propensión del sujeto activo para gestionar las confrontaciones sin apelar al uso de la intimidación, el maltrato físico y la persecución como recursos que conjugados limitan la libertad del otro, desestabilizándolo de tal manera que incurra en ceder su voluntad mediante la denominada seducción perversa, a la que se entiende como el modo de operar destructivo que se vale de la manipulación para neutralizar el sentido crítico de la víctima y así aumentar su vulnerabilidad.
Estas manifestaciones propias de la escuela como el contexto en el que se da un choque sociocultural, refieren a modos brutales de odio sistematizado que permean las relaciones entre grupos, en los que se ve reflejado el malestar social que provoca la degradación de la dignidad humana, al condicionar la emergencia de victimarios y de víctimas que al ser arrastrados por sus inconsistencias emocionales y psicológicas, así como por los efectos de la aguda disfuncionalidad a la que han sido sometidos en su socialización primaria, en la que se entiende que el sujeto aprende las reglas mínimas de convivencia, que al ser deficitarias se entienden como factores de riesgo que imposibilitan la disposición para adaptarse a las normas sociales que pautan el proceder ético, moral y responsable.
La posición de Glocer (2008) es esclarecedora, al reiterar que la configuración de una personalidad violenta se debe a la cultura en la que el sujeto se encuentre inserto, pues de esta depende que su proceder sea “pacífico o belicoso; de allí que sujetos provenientes de sociedades proclives a la violencia, formen sujetos violentos, capaces de involucrarse en los eventos más notables de la violencia organizada” (p. 32). Esto permite afirmar que el proceder violento consigue su justificación en criterios culturales (Feixa y Ferrándiz, 2002), que le conducen a reproducir con normalidad distintas formas de violencia que van desde la amenaza, la manipulación y la desestabilización socioemocional hasta la materialización de propósitos destructivos como el homicidio.
Al respecto, la psicología de la delincuencia deja ver que la deficitaria interacción entre padres e hijos, así como la aplicación de prácticas disciplinarias férreas y excesivas, configuran las condiciones para que el sujeto en formación adopte dos posturas claramente tipificadas: La sumisión y la pasividad, que imposibilitan la capacidad para reaccionar en función de su sentido crítico; y, el desarrollo del resentimiento social como impulsor de conductas violentas, capaz de motivar el abuso físico, moral, emocional y psicológico de terceros, que asumiéndolos en la condición de “chivo expiatorio” (Girard, 2006; López, 2008; Di Napoli, 2016) les propina daños crueles en una suerte de reproducción de lo que fue objeto en su contexto familiar.
Esta predisposición a la destrucción del otro, convierte a la institución educativa en un escenario inseguro, riesgoso y peligroso, en el que se propinan daños nocivos e irreversibles, que parten de la “propagación del miedo generado en otras esferas, llegando a producir en ocasiones homicidios inducidos, depresiones recurrentes y estados de frustración que motivan el abandono escolar” (Sanmartín, 2012, p. 154).
Esto deja ver a la escuela como un territorio anárquico en el que impera la ley del más fuerte, característica que no solo refiere a la superioridad física del victimario, sino a su capacidad para ejercer estratégica y solapadamente la manipulación que le posibilite, la mayoría de las veces, pasar desapercibido al menos para los encargados del orden y la disciplina institucional; en razón de lo expuesto, este artículo reporta una caracterización del perfil del victimario, la víctima y del observador en la trama de la violencia escolar.
1. Caracterización de la violencia en el contexto educativo
La violencia escolar como fenómeno multifactorial con implicaciones diversas en las dimensiones psicológica y social, se ha convertido en la responsable del deterioro del normal funcionamiento de la institución educativa. Los déficits sociales, como factores de riesgo con repercusiones en el desarrollo pleno de la sociabilidad y en la construcción de relaciones interpersonales sólidas no solo han imposibilitado la estructuración de identidades juveniles violentas, sino en la configuración de un clima negativo en el que impera la hostilidad, el hostigamiento y la persecución de los más vulnerables.
En este sentido, comprender la violencia que se da en entornos educativos, sugiere trascender de este factor de socialización a la revisión del ámbito social y familiar en los que el sujeto hace vida y, en los que es posible precisar: Agresiones, maltratos físicos y verbales, así como humillaciones que degradan la autoestima y el autoconcepto.
Al referirse a la violencia escolar, se hace perentorio aludir a la influencia de la familia en la configuración de conductas violentas, pues es en este factor de socialización en el que se da la trasmisión de prácticas asociadas con el maltrato físico y psicológico, que al repetirse de generación en generación tienden a legitimarse, creando el engranaje necesario para que el sujeto replique en otros espacios la violencia de la que ha sido receptor.
Una afirmación en la que coinciden diversas posiciones disciplinares, plantean que la violencia escolar es perpetrada por sujetos provenientes de los múltiples estratos sociales, es decir, que no responde a un fenómeno cuya operatividad recaiga exclusivamente en individuos carentes de las condiciones socioeconómicas, aunque no se discute que sus repercusiones constituyen factores de riesgo que unidos a la desintegración familiar y al escaso desarrollo pro-social, ocasionan el deterioro del clima educativo, así como la inadaptación del sujeto a las normas de convivencia socioeducativa.
Sin embargo, es preciso aludir a la violencia escolar como un fenómeno multifactorial que se debe, entre otras razones, a la creciente desorganización y tensión social que viven algunos sujetos o grupos, quienes adoptan la impulsividad como un estilo de vida que determina las interacciones tanto familiares como sociales; esto puede asociarse con el escaso desarrollo de competencias sociales, emocionales y de crianza que predisponen al sujeto para estrechar vínculos afectivos y empáticos que impulsen su disposición para manejar los conflictos, resolver problemas y dialogar desde una posición de respeto capaz de reconocer la dignidad del otro.
Una revisión de los planteamientos de Barbolla, Masa y Díaz (2011), indican que los sujetos violentos en el contexto escolar, provienen de las familias en las que predominan rasgos particulares como: Desatención, abandono por parte de un progenitor, maltratos recurrentes, castigos y sanciones férreas e injustificadas, complacencia en todos los requerimientos, exceso de permisividad, carencias socioeconómicas, ausencia de relaciones comunicativas y del diálogo asertivo, así como del uso de mecanismos apropiados que favorezcan la resolución pacífica de conflictos; estas falencias permiten deducir la importancia de la familia en la configuración de la personalidad, pues de su coherente participación se desprende el entramado psicosocial y socioemocional necesario para favorecer la actuación altruista y empática del sujeto.
Por su parte, el sujeto pasivo como resultado de una crianza perversa con tendencia a la docilidad, es responsable de la neutralización como “individuo para reaccionar, porque la fuerza y la autoridad aplastante de los padres, lo silenciaron y pudieron incluso hacerles perder la consciencia” (Hirigoyen, 1999, p. 32). En consecuencia, el encuentro del sujeto violento y de su víctima, se convierten en un desafío para las autoridades educativas, a las que se les atribuye la responsabilidad de mantener en equilibrio y orden funcional del clima escolar, del que depende el manejo de conflictos que, por su tendencia a la violencia, requieren ser disuadidos para evitar potenciales efectos nocivos, entre los que se precisa la conversión de la escuela en un ambiente permeado por la anarquía.
Posiciones derivadas de la sociología plantean que el proceder violento de algunos sujetos que convergen en la institución escolar, se debe entre otras razones, al orden social injusto así como al carácter excluyente y estigmatizante de este factor de socialización, que responden a factores de riesgo que invisibilizan a los más vulnerables hasta someterlos a relaciones de dominación que como manifestación de violencia simbólica dan lugar al arbitrario cultural en el que se reproducen juegos de poder nocivos que posibilitan la permanencia de jerarquías sociales en el escenario educativo.
Esto se ve reflejado en el ejercicio impositivo de prácticas asociadas con el control de la voluntad, en el que el sujeto violento busca asegurarse la legitimidad de su proceder, así como la justificación del uso de su poder, planteándose como objetivo la adopción pasiva del arbitrario social, que, al ser descargado en la víctima, le obliga a renunciar a su identidad, a su cultura (Kaplan, 2006).
Este rol socializador de la institución educativa se ha debilitado en los últimos años (Brandoni, 2017), ocasionando que el carácter omnipresente de la violencia se fortalezca, entre otras razones, por la escasa capacidad para promover la negociación y el diálogo, y en su lugar, aplicar medidas punitivas y sancionatorias con escasa efectividad en lo que a la minimización de sus efectos se refiere, condicionando la emergencia de incivilidades y enfrentamientos que amenazan perpetuarse y “acumularse de modo sinérgico, hasta el punto de que violencia ocasional de unos cuantos contra otros cuantos, predominan determinando formas inciviles de interacción, que pueden pasar de la brutalidad cotidiana, la agresión física a una violencia sistemáticamente organizada” (Keane, 2000, p. 59).
Posturas científicas indican que la violencia en el contexto educativo es el resultado de la desorganización funcional, condición que da cabida a la satisfacción de los deseos de poder de algunos sujetos sobre sus pares, pero además, como la oportunidad para que aquellos que gozan de alguna ventaja física, persuasiva e intimidatoria aprovechen la debilidad de terceros para humillar, descalificar y ridiculizar, mecanismos que por sus implicaciones conducen a las potenciales víctimas a estados de confusión, que a su vez, motivan que éstas bajen sus defensas cediendo el control de su voluntad.
Esta forma sutil impulsa a la víctima a rebelarse de tal manera que el victimario ve justificada públicamente su actuación, la cual es solapada y en ocasiones normalizada como una respuesta defensiva ante las acciones hirientes de una supuesta hostilidad declarada (Noel, 2009; Morales, 2021).
Una aproximación a la violencia escolar requiere entender las tramas de relaciones grupales, pues si bien es cierto, es frecuente ver disputas por espacios o luchas por alcanzar el poder que terminan en confrontaciones físicas; también es cierto, que el círculo de la violencia involucra situaciones en las que la víctima se convierte en un instrumento para mostrar a un tercero el potencial destructivo del que dispone el victimario, el cual es maximizado simbólica y psicológicamente mediante el reforzamiento de los que actuando desde la posición de observadores, le aportan una sobrecarga de sufrimiento a la víctima que lo sume en un estado de indefensión, en profundo aislamiento y rechazo social que le anula sometiéndolo a tensión, frustración e irritabilidad, factores de riesgo a los que se les adjudica el absentismo escolar.
Esta capacidad para dañar sistemática y progresivamente, tiene propósitos diversos, entre los que se precisa la explícita lucha contra el orden establecido que por ser injusto requiere ser sustituido mediante la creación de un clima de caos, anarquía e incertidumbre, como manifestaciones derivadas del proceder del victimario en las cuales subyace el proceder violento capaz de infligir “daños y problemas a la gente, conseguir que su vida sea infeliz, incómoda y desagradable” (Vázquez, 2003, p. 18). Este proceder no es más que el resulto de las profundas desigualdades que permean el clima socioeducativo y que impulsan a los más desfavorecidos a invertir los valores de la cultura imperante dejando ver las posibilidades de un nuevo orden más justo e incluyente.
Como se logra apreciar, el contexto educativo constituye un territorio en confrontación en el que las desigualdades económicas, las escasas oportunidades y los efectos de la exclusión social se encuentran produciendo el desbordamiento de la conflictividad, aspecto al que se le atribuye el quiebre de las relaciones armónicas y del clima de seguridad que debería permear la vida escolar; esto se debe entre otros aspectos, a la escasa capacidad de las autoridades para regular las vinculaciones al interior de los grupos, así como para promover la cultura del consenso, el respeto y el reconocimiento del otro como prácticas socialmente establecidas que redunden en la construcción de vínculos positivos que fortalezcan la convivencia pacífica.
Para Olweus (2004), uno de los referentes obligatorios de la violencia o acoso escolar que se perpetra en el contexto escolar, este fenómeno social global se entiende como el resultado de la legitimación de una serie de actuaciones incivilizadas, a las que la cultura en diversos contextos ha adoptado pese a sus indiscutibles repercusiones psicológicas, morales, físicas y sociales. Este autor precisa al acoso como la orquestación de una serie de actuaciones repetitivas e intencionales de un sujeto que ostentando mayor poder o una posición de superioridad por sus cualidades físicas y psicológicas logra infligir malestar, dolor, así como lesiones que como resultado de la hostilidad provocan la vulneración de la dignidad humana.
2. Caracterización del perfil del victimario
Construir un perfil más o menos completo de los rasgos que caracterizan al sujeto que ejecuta actos de violencia en el contexto escolar, supone no solo la profundización en la calidad de las relaciones familiares, sino en las situaciones conflictivas en las que se encuentra socialmente inmerso, pues como factores de riesgo son los responsables de predisponer la configuración de una personalidad agresiva y maltratadora, incapaz de adaptarse a las normas sociales y de reconocer la dignidad del otro. Esta deficitaria socialización se considera una de las explicaciones a los comportamientos aversivos, inadaptados y coercitivos que al manifestarse en el contexto educativo potencian la emergencia de conflictos y confrontaciones.
Según Glocer (2008), para “fraguar un sujeto violento hay que adoctrinarlo instalando la violencia como ideal y creando un discurso consistente donde pueda apoyar su accionar” (p. 32). Esta posición deja ver el papel de la cultural y su poder legitimador de comportamientos inhumanos, es capaz de conducir al “yo” a la adopción irracional de conductas que entrañan los actos más aberrantes contra el otro sin considerar su condición humana, pues su escaso juicio moral y la interacción recurrente con prácticas violentas le conducen a reproducirlas, segregando y destruyendo todo lo que considere ajeno a su forma de ver el mundo.
Esta búsqueda de sumisión de la víctima, pretende su anulación y la prisión inconsciente como resultado del uso sistemático del miedo y la manipulación, a los que se asumen como instrumentos con el potencial para “generar resultados patológicos en determinados individuos, dañándoles y, además, reduciendo su conciencia reiterada e intencionalmente hasta alcanzar el dominio pleno de la voluntad” (Sanmartín, 2012, p. 147). Este proceder del victimario entraña la optimización del miedo como recurso para dimensionar los ataques que le garanticen la intimidación suficiente como para mantener bajo control a la víctima dentro y fuera del contexto educativo.
Uno de los planteamientos predominantes, ha sido que el sujeto violento proviene de un escenario social en conflicto, mediado por el uso de la represión y el maltrato sistemático como factores que modelan su personalidad y la predisposición para actuar en el contexto educativo. Por lo general, el operar de este sujeto tiende a transgredir las normas y valerse de incivilidades en las que subyace el desafío permanente de quienes ostentan autoridad o representan el orden institucional; de allí, la emergencia de incivilidades como actos violentos que procuran someter a los más débiles, asumiendo este proceder como un mecanismo para agitar el clima escolar, convirtiéndolo en un espacio anárquico en el que se haga más fácil lograr sus cometidos (Keane, 2000).
En este sentido, la violencia se convierte en un mecanismo para hacer oposición al otro, sin que ello signifique el uso de la fuerza física directa o focalizada a quien se pretenden enfrentar, sino que, el victimario valiéndose de su radio de influencia despliega su crueldad y rudeza con la que inflige malestar o ultraja a un tercero, al que utiliza como medio para mostrar su potencial destructivo, el cual puede ir desde el uso de la amenaza hasta el castigo físico, en el que subyace el mensaje que desea enviar a su opositor real, que una vez ampliado busca neutralizar su accionar sancionatorio; implícitamente esto supone la inmovilización física y psicológica de la víctima, en un intento por mostrar su poder destructivo, que entraña la tortura, el sometimiento y la crueldad (Fromm, 2022).
Si bien es cierto, este comportamiento constituye parte del accionar público violento, en la dimensión privada, el victimario se vale de la imposición de la fuerza que le otorga su superioridad física, la cual le permite interpelar, humillar y denigrar verbalmente a la víctima con el propósito de lograr la sumisión necesaria que garantice su control. Este proceder violento no solo “transgrede los códigos de la vida en sociedad, sino que constituyen motivos para que aumente el caos y el ausentismo estudiantil” (Viscardi, 2003, p. 146). Ello puede interpretarse como la incapacidad para adoptar las reglas de convivencia como requerimientos para construir lazos personales, que le permitan integrarse y participar del escenario socioeducativo en condiciones de respeto.
Para la psicología de la violencia, el sujeto violento es proclive a participar de peleas y riñas dentro y fuera del escenario educativo como resultado de la impulsividad que le imposibilita para manejar sus emociones. Esta incapacidad para manejar los conflictos involucra acciones agresivas, la facilidad para mentir y manipular, así como desobedecer las pautas de comportamiento establecidas por la institución educativa (Muñoz, Matallana y Lozano, 2022); de allí, que su participación en riñas se convierta en una conducta cotidiana, que se intensifica ocasionando daños crónicos y repetidos en sus víctimas (López, 2008).
Esta dificultad para integrarse al escenario socioeducativo se debe, entre otras razones, a la escasa disposición para ajustar su comportamiento a pautas altruistas, empáticas y pro-sociales; lo cual explica su profunda insensibilidad, el escaso sentimiento de culpa e intolerancia contra sus pares. Este sujeto valiéndose de la crueldad física y psicológica es capaz de propinar daños multidimensionales en su víctima, ocasionando que esta opte por ausentarse del escenario educativo, por percibirse inseguro y vulnerable a sus ataques, a los que asume potencialmente destructivos (Fromm, 2016).
Esta inadaptación del victimario obedece a la inconsistencia funcional del escenario familiar, en el que el uso de prácticas disciplinarias y rígidas, así como su interacción prolongada con situaciones conflictivas y agresivas, conducen a la adopción de comportamientos abusivos que son reproducidos en otros escenarios sin ninguna racionalización. Esto refiere al carácter pernicioso y la inconsistencia en el uso de castigos, así como a la carencia de relaciones comunicativas, que como factores de riesgo imposibilitan tanto el coherente desarrollo personal como su progresiva adaptación e incorporación social.
Estas carencias familiares constituyen determinantes que potencian la sensación de inseguridad, así como la capacidad para aceptar y reconocer al otro, respuestas que llevan al sujeto violento a proceder con desconfianza, valorando a sus pares como potenciales amenazas a las que debe combatir valiéndose de la fuerza física; accionar que es legitimado a través de la cultura, que asume la violencia que se inflija sobre un tercero como un proceder normalizado que justifica la denigración de la dignidad humana.
Esta exposición prolongada a situaciones violentas, configuran el pensamiento del sujeto para en uso legítimo de la fuerza lograr sus fines, condición que refiere a un mecanismo psicológico que una vez interiorizado “normalizan el acto de violencia directa y el hecho de la violencia estructural, haciéndolas para sí aceptables y procurando que sean del mismo modo en quienes integran su entorno” (Galtung, 2003, p. 8).
Es preciso afirmar, que este proceder del victimario se vale de la limitación de la libertad de su víctima, del acoso sistemático y permanente, como el medio para alienarlo, proceso que es entendido como la interiorización forzada de elementos culturales con el propósito de garantizar el dominio pleno de la voluntad, que, a su vez, le garantice el despliegue de su potencial destructivo y del control necesario para mantener a la víctima cautiva.
Los planteamientos de la violencia invertida dejan ver, que este proceder es el resultado de la ausencia de reglas consistentes y de la sistemática permisividad, que le otorga al sujeto la oportunidad para repetir comportamientos agresivos que por haberse repetido de modo reiterado contra el progenitor más débil, refuerzan el proceder contra el otro social (Barbolla et al., 2011).
Para los autores en mención, los hogares disfuncionales determinados por la ausencia del padre y cuya crianza ha recaído casi exclusivamente en la madre, dimensiona la posibilidad de comportamientos mediados por el resentimiento, que lo conduce a buscar “consuelo ejerciendo un mínimo de poder a través de la violencia hacia los pares con los que actúa cotidianamente y también en la sociedad” (Barbolla et al., 2011, p. 14). Este proceder contra el más débil supone un modo de desahogo, a través del cual descargar la tensión y frustración, que en el escenario social le conduce a emitir conductas destructivas y a transgredir las normas de convivencia, arremetiendo contra el orden establecido sin sentimiento de culpa ni juicio moral alguno.
Este accionar contra la víctima que percibe más vulnerable, refiere a la incapacidad del victimario para gestionar sus emociones, condición que lo predispone para adoptar el enfrentamiento físico como modo para resolver los conflictos cotidianos. Desde el punto de vista psicológico, la ausencia de empatía refiere al escaso cumplimiento de la función primaria (seguridad y protección) que le debió brindar el escenario familiar (Fernández et al., 2020), requerimientos que lo convierten en potencial maltratador, capaz de combinar la violencia verbal, física y simbólica para lograr sus cometidos. Esta posición indica, que las debilidades de una socialización primaria efectiva, en el que priman los abusos, las vejaciones y los insultos permanentes configuran las condiciones para que prevalezca el operar violento en otros contextos.
Ello supone, por lo general, la adopción de comportamientos defensivos y de ataques cuyas repercusiones psicológicas tienen trascendencia en las dimensiones física y moral, frustrando cualquier intento de resistencia y procurando la imposición y el dominio necesario, que garantice un estado de dependencia, confusión e incertidumbre. En el escenario educativo este modus operandi es perpetrado por el victimario de manera subterránea (Hirigoyen, 1999), hasta lograr la denigración de la autoestima y el reforzamiento sistemático de la culpabilidad que le garantiza la minimización de los riesgos y la reproducción de lo vivenciado en el ámbito familiar o social.
Usualmente, el elemento que media la acción violenta o al menos que la antecede, refiere al manejo sutil de la manipulación, que al prolongarse es capaz de ocasionar estados de angustia y depresión, como factores de riesgo que son aprovechados por el victimario para empujar a la víctima a adoptar el estado de indefensión que, a su vez, da lugar a la desactivación de cualquier mecanismo de defensa que pudiera vulnerar el estatus de su opresor. Aunque este conjunto de artimañas, parecieran suficientes para neutralizar a la víctima, es frecuente el manejo de la figura del chivo expiatorio, al que se descalifica mediante rumores públicos e insinuaciones que son proyectadas en un tercero, dejando ver las posibles consecuencias que pudiera enfrentar quienes adopten cualquier acto de desobediencia.
Esta proyección hacia el exterior deja ver la omnipotencia del victimario, así como su potencial destructivo, que fundado en amenazas directas e indirectas tienen como enfoque la desestabilización psicológica, social y emocional de la víctima; para ello, no necesariamente muestra su poder físico efectivo, sino más bien un arma poderosa que no deja evidencias, es decir, el uso de palabras perversas, insultos degradantes y apodos relacionados con su aspecto físico, que al ser interiorizados por su destinatario impiden reacciones defensivas tanto inmediatas como futuras.
Keane (2000), aporta una caracterización del sujeto violento, explicando que su proceder se debe a los patrones de crianza disfuncionales, en los que impera la democracia excesiva que degenera en libertinaje, pero, además, en la dificultad para respetar las normas y los derechos del otro social; comportamientos que ponen en tela de juicio el orden y el ejercicio de la autoridad, como máximas de anarquía e incivilidad que anidan los más crueles maltratos. Esta escasa capacidad para conducirse según las convenciones sociales, le hace proclive a cometer con avidez cualquier crueldad, con el propósito de asegurar su integridad.
Por lo general, este sujeto presenta dificultades para resolver problemas, pues le es imposible negociar y consensuar, entre otras razones, por su escasa pro-socialidad a la que se le adjudica su limitada vinculación con otros, condición que se debe al aprendizaje derivado de “procesos de fragmentación, descivilización y de las profundas desigualdades, las cuales poseen consecuencias personales” (Kaplan, 2006, p. 1).
Brandoni (2017), propone una caracterización del victimario ligada no solo al proceso de socialización, sino a la ausencia de competencias sociales, entre las que precisa: El uso de la comunicación impositiva y persuasiva, que le permite ganar la obediencia de un tercero, escasa capacidad para dialogar e intercambiar ideas, condición que lo hace poco empático y bastante irrespetuoso, así como inconsistente en la adopción de normas y en el ejercicio de la tolerancia como elementos que determinan su funcionamiento social y el establecimiento de relaciones interpersonales.
Implícitamente, esto refiere a la configuración de una personalidad incapaz de gestionar conflictos y sí, en cambio, en generar malestar mediante la reducción de la libertad individual que le obliga a la víctima a adoptar pasivamente las condiciones pautadas por el victimario.
Una revisión de la propuesta de Puglisi (2012), deja ver que el operar del victimario consiste en “culpabilizar a la víctima en lugar de sentirse culpable él, viéndose a sí mismo como una especie de héroe o como alguien que se limita a reaccionar ante proyecciones, y la víctima como alguien que merece o provoca la violencia” (p. 9).
Estos sujetos suelen apelar a la dominación como una estrategia para lograr mayor sumisión en sus víctimas, lo cual supone, la escasa disposición de razonamiento moral, razón por la que se le dificulta ubicarse en el lugar del otro (adolece de empatía). Su capacidad para manipular psicológicamente involucra la maximización del sentimiento de culpa, logrando de esta manera distorsionar la confianza de la víctima en sí misma y en quienes le rodean, condición que amplía las posibilidades para dimensionar su poder destructivo y el aislamiento necesario para lograr sus cometidos.
Por su parte, López (2008) indica que un perfil más o menos complejo de la condición de victimario debe reunir las siguientes características conductuales: La recurrente tendencia a transgredir las normas de conducta social, una intrusión constante en las relaciones interpersonales, como rasgo que deteriora el escenario escolar convirtiéndolo en un espacio en tensión permanente; el que impera el hostigamiento y el ejercicio de un cúmulo de intereses personales, así como autoindulgentes; y rasgo fundamental, el denominado sentido global de la irresponsabilidad que le hace escasamente disciplinado, indolente e inconsistente en el establecimiento de metas y en la gestión de los recursos necesarios para lograr la consolidación de objetivos asociados con su proyecto de vida personal.
Hirigoyen (1999), deja ver que el victimario asume al otro como un objeto que puede manejar a su antojo, utilizándolo como depositario de la ridiculización pública y de sus demostraciones de poder, elementos que por sus efectos provocan el psicoterror necesario para dominar el escenario escolar anulando cualquier intento de insurrección o rebeldía; este accionar no solo garantiza el reconocimiento de su omnipotencia y superioridad física, sino la manipulación perversa que “le produce gran placer, pero además, le transmite a la víctima una posición de impotencia para luego poder destruirlo impunemente” (p. 61).
Es preciso indicar, que este operar no solo provoca la degradación sistemática de la autoestima de la víctima, sino la adopción de la culpabilidad necesaria para doblegarse ante potenciales opresores que pudieran acorralarles e infligir violencia en otros contextos.
La postura de Glocer (2008), deja ver que la personalidad violenta viene reforzada por la ruptura de las relaciones familiares, factor de riesgo que potencia la predisposición para reconocer al semejante, así como para “segregar al otro y destruir lo radicalmente ajeno, hasta formas inhumanas que no despiertan el menor sentimiento de piedad, culpa o arrepentimiento por lo que le acontezca o se le inflija” (p. 34).
Esto puede interpretarse como una expresión de resentimiento que motiva la insensibilidad y la ausencia de compromiso con la convivencia pacífica, entre otras razones, por la exposición sistemática a situaciones de menosprecio, maltrato y exclusión social, aspectos cuyas implicaciones condicionan la emergencia de comportamientos conflictivos y ataques crueles contra los más vulnerables, en los cuales descargar su ira y la intolerancia padecida en otros contextos.
Según Vázquez (2003), desde los planteamientos de la delincuencia juvenil, deja entrever que las implicaciones de una socialización deficiente, trae como consecuencia el aprendizaje, imitación y reproducción de comportamientos violentos, que en primer lugar imposibilitan la integración grupal y el apego normativo; esto se aduce al elevado resentimiento producto de las desigualdades y carencia de oportunidades sociales, las cuales tienden a desarrollar un elevado estado de frustración que le lleva a culpabilizar a quienes integran su espacio de convivencia inmediato.
Comprender este proceder a la luz de la ley de la imitación, supone no solo el aprendizaje de patrones violentos propios de su entorno inmediato (la familia), sino la interiorización de prácticas ejecutadas por sus pares, las cuales por su recurrencia son legitimadas hasta justificarlas y entenderlas como una costumbre permitida, que potencia el uso de la fuerza física y de la operatividad del maltrato en sus diversas manifestaciones, las cuales ejecuta sin remordimiento alguno, entre otras razones, por la representación social y cultural que tiene sobre la violencia, que le imposibilita “vivir en sociedad y relacionarse en condiciones de respeto y con otras personas respetuosas de la ley” (Vázquez, 2003, p. 14).
Una caracterización aportada por Vázquez (2003), deja ver al victimario de acoso escolar como un sujeto con rasgos individuales, entre los que precisa: Personalidad insensible, escasa integración, baja responsabilidad, compromiso y participación en las actividades académicas, condición física sobresaliente (la mayoría de las veces), facilidad para fingir y actuar, cualidades que utiliza para desenfocar la atención de las autoridades institucionales, astucia y sagacidad no solo para manipular sino para mentir; también, es preciso agregar la búsqueda permanente de estatus y reconocimiento social a partir de desafíos públicos al orden establecido con los que pretende mostrar su potencial destructivo.
Una revisión de los aportes de Olweus (2004), deja ver algunas cualidades del sujeto acosador, entre las que se precisa su disposición para causar dolor, daño y vulnerar la integridad moral del otro; a esto se adiciona la incursión en actos vandálicos que se ven reflejados en conductas repetitivas que ponen en riesgo la dignidad del otro, así como su dimensión física. Esto refiere a una de las características de vital importancia para comprender su capacidad para imponerse y no es más que el uso de la fuerza de modo desequilibrado, elemento que da cuenta de su poder, así como del potencial desde el que es posible conducir al otro a la denominada indefensión condicionada o aprendida.
Seguidamente, el autor enlista una serie de actuaciones del victimario sobre las cuales el consenso de las investigaciones a nivel mundial han tipificado y predicho comportamientos violentos en el contexto escolar, a decir: La tendencia a crear vínculos relacionales fundados en el poder asimétrico, tendencia a degradar progresiva y sistemáticamente la voluntad del otro, garantizando de este modo la prolongación de su estatus, el uso intencional del acoso y asedio en lugares públicos y privados, el manejo de la imposición y la dominación mediada tanto por el poder como por la fuerza (Olweus, 2004).
Estos sujetos se irritan con facilidad, son hiperactivos y con serias dificultades para operar cognitivamente, para gestionar problemas y manejar sus emociones coherentemente. Su tendencia es resolver los conflictos valiéndose de la fuerza, del maltrato, del poder y la imposición como actuaciones negativas, que garantizan la configuración de un clima de temor, que es aprovechado para someter a sus compañeros hasta conducirlos a un estado de terror e incertidumbre que le propician las condiciones para manejarse en el contexto escolar sin el temor a ser vulnerado.
A lo anterior Olweus (2004), agrega la impulsividad, la propensión al enfado, a airarse con frecuencia, a asumir posiciones reaccionarias y defensivas como resultado de experiencias anterior que han determinado su proceder; de allí que su proceder carezca de solidaridad, de empatía y tolerancia. Su tendencia es ir contra el orden, contra las reglas, así como contra la figura de autoridad institucional, a quien asume como competencia en lo que respecta al ejercicio del poder, de la dominación y control. Su patrón conductual se encuentra mediado por la hostilidad recurrente que no solo modifica negativamente el clima escolar sino que le aportan prestigio, por el cual está dispuesto a mantener el uso de la imposición y la humillación.
3. Caracterización del perfil de la víctima
A la violencia perversa que se desarrolla en el contexto familiar, se le ha tipificado no solo como un rasgo característico de la disfuncionalidad, sino como la responsable del “quebrantamiento de la voluntad del niño, convirtiéndolo en un ser dócil, sumiso y dispuesto a asumir una obediencia ciega” (Hirigoyen, 1999, p. 32). Esta denigración de la personalidad tiene como trasfondo el uso del terror y la amenaza, que incapacitan al sujeto para reaccionar al maltrato psicológico que, la mayoría de los casos se da de manera indirecta, es decir, a través de la observación de la violencia perpetrada entre progenitores, que en su repitencia ocasionan una distorsión en el manejo coherente y respetuosa de las relaciones con el “otro” social.
Interpretando a Butler (2006), las huellas dejadas por una crianza traumática y disfuncional ocasionan la interiorización de comportamientos violentos que responden a la integración de acciones, creencias, modos de relacionarse con el entorno y de ver al otro, lo cual ocasiona como consecuencia que en la vida pública emerjan el crisol de la vida social convulsionada que conducen al individuo a doblegar su autonomía ante terceros, a quienes se les faculta para que transgredan su voluntad en las diversas formas de actuación; este proceder lo hace susceptible de cualquier accionar destructivo que justificado en el consentimiento da lugar a la vulneración de la dignidad humana.
Esta exposición sistemática a episodios de violencia indirecta, dimensionan en el individuo, por un lado, el resentimiento hacia el progenitor violento y, por el otro, el acercamiento a la víctima, quien en su estado de crisis e incertidumbre, así como en su incapacidad de afrontar a su verdugo, desarrolla la propensión a descargar su rabia en los más débiles, cayendo en el uso de los excesos que conducen a su depositario a aislarse, respuesta que debe interpretarse como un mecanismo de defensa que procura evitar potenciales maltratos que al ir en escalada pudieran dimensionar el daño y la destructividad.
En consecuencia, se configura una personalidad vulnerable e inconsistente que condiciona al sujeto para normalizar el sufrimiento, el odio y la destrucción, como rasgos que aprovecha el victimario para reproducir lo aprendido su primer escenario de socialización, la familia (Torres, 2013; Morales, 2018).
Esto supone el condicionamiento que ejerce el victimario, a través de la denominada comunicación suave como un modo de dominación sutil, cruel y oculta, cuyos efectos devastadores ocasionan que la víctima adopte por temor a daños graves o semejantes a los vivenciados en el escenario familiar, un comportamiento sumiso que le amplía a su verdugo las posibilidades para gobernar su voluntad.
Usualmente, esta respuesta de la víctima no es más que el resultado de la exposición recurrente a palabras desdeñosas y tratos injustos provenientes del escenario social de convivencia, que al ser adoptados de modo acrítico le dificultan romper con la influencia del victimario, entre otras razones, por la escasa conciencia que tiene sobre su autonomía, dignidad e independencia, como factores de protección que inactivan cualquier forma de violencia.
Enfrentar esta coacción de la voluntad para hacer y actuar, constituye uno de los aspectos que configuran la personalidad de la víctima, quien luego de haber perdido la esperanza en la protección y seguridad que le deberían brindar las autoridades educativas, adopta pasivamente y sin ninguna racionalización, un entramado de “coacciones, mandatos y miedos, que fortalecen la dependencia social y emocional necesaria para mantener atado al victimario, de tal manera que no logre reaccionar” (Kaplan, 2006, p. 13).
De allí, que se asuma a la víctima como un sujeto débil e incapaz de sortear las tensiones sociales y las acciones abominables que procuran desmoronar su autoestima, así como la estabilidad emocional, tornándose propenso a potenciales descargas de violencia, entre las que se precisan “maltrato verbal, acoso, reclusión, humillaciones, permanentes burlas, amenazas, desprecios, difamación e intimidación hasta llegar a daños públicos” (Silva, 2006, p. 666).
Posiciones desde la psicología de la violencia indican que, dadas las condiciones conflictivas de origen del sujeto pasivo, le es posible aceptar con naturalidad la transgresión de su autonomía y de la autoestima, a la que el victimario consigue trabajar a un nivel íntimo de control que conduce a su depositario a internalizar las humillaciones y, en muchos casos a legitimar su operatividad mediante el denominado consentimiento inconsciente (Bourdieu, 2000; Morales, 2018).
Esto explica en parte, la tolerancia a la represión y a las expresiones que atenten contra su integridad tanto física como moral, a las cuales se entienden como respuestas que atentando contra la dignidad humana deforman la personalidad, diluyen la identidad y provocan estados de confusión, aspectos a los que se debe entender como el modo de ampliar las posibilidades de generar dependencia absoluta.
A este modo pasivo de actuar se le debe el que muchos de sus pares no le brinden ayuda, debido a que se le considera frágil, débil y carente de cualidades asociadas con el reconocimiento social, tales como el goce de la popularidad necesaria para ganar adeptos que le sirvan de muro de contención frente a terceros.
Por lo general, la proclividad a la manipulación los vuelve propensos a estados de tensión, estrés y depresión que impiden enfrentarse a su victimario, así como comunicarse y expresar la persecución de la que está siendo objeto, pues su exposición a maltratos en el hogar, hacen nula la posibilidad de activar los mecanismos necesarios para frenar a su agresor. Esto supone, que las víctimas por la carencia en lo que al desarrollo de habilidades sociales se refiere, se le imposibilita afrontar el hostigamiento por temor al castigo que pudiera recibir tanto del victimario como de sus padres.
Según propone Puglisi (2012), la víctima de acoso escolar proviene de hogares en los que prima la sobreprotección, imposibilitando entre otras situaciones su coherente desarrollo social y el afrontamiento de las dificultades; su baja asertividad e inseguridad lo hacen propenso a “convertirse en blanco fácil de los ataques, pues su baja autoestima le impide sobrellevar la presión de los grupos” (p. 9).
Estas características hacen que la víctima perciba una supuesta omnipotencia en su victimario, condición que le ata psicológicamente impidiendo la contrarespuesta necesaria que le permita romper con el círculo en el que se encuentra consciente o inconsciente inmerso, pues la ruptura de su sentido crítico da lugar no solo al mantenimiento del poder y al control sobre el otro, sino lograr acorralarlo de tal manera que la confusión le haga más vulnerable y dependiente.
Por lo general, es frecuente que la víctima pese a percibir la gravedad de las maniobras violentas, tienda a desarrollar la resistencia que atenúa su disposición para actuar, razón por la que “tolera cada vez más cosas, pero no llega nunca a decir que la situación es insoportable” (Hirigoyen, 1999, p. 51). Esta respuesta sumisa se convierte en un modo solapado de suprimir cualquier acción desestabilizadora que conduzca a la víctima a un estado de desesperanza y pérdida de la confianza, logrando de este modo, silenciar y fragilizar la identidad de la víctima, de tal manera que se subordine dejando a un lado su autonomía e iniciativa por la adopción del sometimiento físico, moral y emocional.
En tal sentido, es frecuente que el sujeto pasivo dentro de una relación violenta asuma el distanciamiento del contexto escolar, por temor a la operatividad de la persecución oculta, la cual inicialmente le atormenta ocasionando una baja significativa en su rendimiento académico como consecuencia de la sobrecarga habitual de intimidación, desafío permanente y agresión, que por constituirse en factores estresores provocan la tensión psicosocial que impulsa a la víctima al abandono de las actividades académicas.
Parafraseando a Sanmartín (2012), el trasfondo de esta decisión se debe, entre otras razones a la asimetría de poder que favorece sobremanera al victimario, cualidad que le otorga superioridad y le da lugar a la indefensión condicionada cuyas consecuencias psicológicas impulsan a la víctima a experimentar estados depresivos agudos, intentos suicidas y crisis emocionales hasta propiciarle la denominada victimización crónica.
Desde la teoría del aprendizaje social, es posible deducir que la interacción prolongada con episodios de violencia le imposibilita a la víctima construir un juicio negativo de sus repercusiones, razón por la cual asumir el comportamiento pasivo dentro de una relación violenta le lleva a aprender la sumisión como una respuesta que desde su propia representación le garantiza al menos sobrevivir mientras el maltrato no se dimensione al nivel de ocasionar daños graves (Bandura, 1987; Vázquez, 2003).
Al respecto, los planteamientos que caracterizan el funcionamiento de las subculturas urbanas, dejan ver que los efectos de la amenaza y el miedo, tienden a condicionar la actuación adaptativa de la víctima, como el mecanismo que busca el mínimo reconocimiento necesario para ganar aceptación social y, en consecuencia garantizar su integridad física y psicológica; en suma, la víctima de violencia escolar se entiende como un sujeto condicionado consciente o inconscientemente por el contexto familiar, social y cultural, que dimensionan su propensión a enfrentar situaciones de maltrato en sus diversas manifestaciones.
Por su parte, Olweus (2004) propone un acercamiento al binomio acosado-victimizado, dejando ver que éste no es más que el resultado del sometimiento sistemático a situaciones de malestar, de dolor, a gestos y actitudes denigrantes, así como a la exposición a experiencias de exclusión intencionada que terminan sometiendo hasta dejarlo a expensas de un tercero a quien lo une el poder en su manifestación simétrica. Este despliegue intencional y repetitivo deja en posición de inferioridad a la víctima, en quien se desarrolla la sensación de indefensión condicionada, que reduce no solo su capacidad para actuar y decidir, sino la degradación de accionar para defenderse hasta salir del círculo nocivo en el que se encuentra inmerso.
Para Olweus (2004), los acosados en el contexto educativo usualmente presentan las siguientes características: Tendencia a la depresión, son sensibles en extremo, poseen incapacidad para gestionar sus emociones, son inseguros y escasamente determinados, tienden a asumir actitudes de alejamiento, son retraídos, asumen posiciones pasivas con tendencia a la ideación suicida como resultado de la tensión a la que se ven sometidos; son propensos al hostigamiento, como resultado de su incapacidad para defenderse, condición que determina en modo significativo el establecimiento de relaciones con sus pares.
4. Caracterización del tercero observador
Caracterizar al tercero observador como parte del círculo de la violencia que se da en el contexto educativo, supone precisar una serie de rasgos actitudinales y conductuales que involucran la ausencia de empatía y solidaridad para con la víctima, a quien se le percibe desde la distancia, así como desde la indiferencia, como parte del proceder que le permite al victimario desplegar su actuación destructiva sin ninguna limitación (Han, 2017). Por lo general, el observador de la relación violenta asume una actitud indiferente como resultado del temor de convertirse en receptor de quien agrede; sin embargo, se le aprecia como el responsable de alimentar la discordia entre grupos y de aupar el maltrato hacia el más vulnerable, motivando de este modo el redimensionamiento del potencial destructivo del victimario (Sen, 2007).
En su relación con el sujeto activo dentro de la relación violenta, se aprecia al observador asumiendo una posición complaciente, proceder condicionado por el terror a convertirse en blanco de cualquier arremetida de un tercero que ostenta el poder, sobre quien desarrolla una idealización que le conduce a la permisividad, al reconocimiento e incluso a la configuración de las posibilidades para que ejecute con mayor efectividad la perpetración del acoso en sus diversas manifestaciones (Olweus, 2004).
Seguidamente, el autor indica que el observador dentro de la relación violenta, tiende a ser el que se insta con palabras hirientes, desafiantes y en ocasiones malintencionadas, al sujeto violento o a un grupo para que actúe contra un tercero; sobre el cual logra que se fije la atención hasta desencadenar respuestas que inicialmente comienzan con empujones, actitudes desafiantes y golpes que no son perpetrados por su persona, sino que vienen de otros dentro del grupo. En ocasiones es el sujeto observador del acto violento quien conduce una simple amenaza al maltrato físico, en una relación de escalada que termina por generar riñas en la que no se involucra más allá de rumorar en tono de burla la debilidad de la víctima, así como la carencia arrojo del victimario.
Según Girard (2006), el observador cuenta con varias cualidades actitudinales que van desde el acuerdo implícito o explícito con el maltrato infligido hacia un tercero, esto supone convertirse en cooperante indirecto de las arremetidas y persecuciones que configuran la trama de la violencia; usualmente su proceder involucra el rechazo y el incremento de la culpabilidad que inmoviliza a la víctima para romper con el esquema de destructividad en el que se encuentra inmerso. Esto supone un modo de garantizar que el victimario focalice su atención en un tercero, logrando de este modo quedar al margen de cualquier actuación que vulnere su integridad, que lo ubique en una posición de potencial víctima y que lo deje como blanco del sometimiento, rasgos de los que se vale quien ostenta el poder para mantener su estatus.
En el observador, se precisan también el manejo de la provocación como un modo de propiciar la operatividad del arsenal destructivo del sujeto violento, lo cual puede ser catalogado como el detonante que con regularidad motivan no solo la actuación violenta del sujeto activo sino la participación de terceros, a quienes indirectamente y sutilmente se involucran con la intencionalidad de permear de legitimidad la agresión psicológica, física o moral; esto refiere a un patrón de reacción tífica que configura las condiciones para el asedio que se perpetra tanto grupal como de manera individualizada, que ubica al observador en la posición de un agresor pasivo que potencialmente porta la tendencia al maltrato y las condiciones, así como la relación riesgos-beneficios que así lo determinan (Debarbieux, 1999).
Conclusiones
Reconocer el operar del victimario en el contexto educativo, supone uno de los desafíos más relevantes para las autoridades educativas, dados los múltiples efectos de la violencia en sus destinatarios. Su falta de compasión, escaso altruismo y empatía, le impulsan a cometer cualquier acción destructiva que inflija dolor insoportable, ocasionando en la víctima la adopción de comportamientos pasivos que supriman la queja o la comunicación, como recursos a través de los cuales liberarse del círculo en el que se encuentra inmerso. Este proceder perverso entraña actuaciones diversas que no solo transgreden la integridad de la víctima, sino que niegan su dignidad, invisibiliza su identidad y el ejercicio pleno de la autonomía, aspectos sin los cuales es imposible romper con la omnipotencia sádica del victimario.
Lo dicho refiere a la persecución perversa de la que el victimario se vale no solo para obligar a su víctima a interiorizar que es merecedor del maltrato, sino que, además, no tiene derecho de expresar sus sentimientos y emociones, pues las considera modos explícitos que dejan ver los efectos de la violencia de la que se está siento receptor el sujeto pasivo. Esto supone, reducir cualquier reacción en su contra, sumiendo a la víctima en el denominado síndrome de indefensión condicionada, la cual, por sus implicaciones psicosociales sede su voluntad por temor al asimétrico y destructivo ejercicio del poder del victimario, al que se le atribuye no solo el potencial de lograr la sumisión y el miedo, sino el ingreso a un estado de amenaza latente que impide su proceder autónomo.
Estos despropósitos tienen lugar, cuando la institución educativa es incapaz de garantizar la construcción de un clima pacífico, en el que no halle cabida los tratos irrespetuosos, crueles e intolerantes, como modos de proceder que limitan la libertad de los más vulnerables, ocasionando la emergencia de comportamientos perversos a los que se debe la deserción estudiantil, como una consecuencia que da cuenta del estado de anarquía que solapada e impunemente tensionan la convivencia. En función de estos factores de riesgo, se reproduce y configura la conducta violenta, así como la victimización, dejando ver las consecuencias de la ausencia de normas disciplinarias, de mecanismos de detección de situaciones de violencia y de procesos de disuasión que minimicen la degradación de los más indefensos.
Reconsiderando la importancia de la familia y de los aportes derivados de la interacción de la sociedad, es preciso hacer referencia, por un lado, a los excesos y a la rigidez con la que se aplican las normas de convivencia, las cuales, en lugar de favorecer el desarrollo de una personalidad consistente y autónoma, subyuga al individuo de tal manera que anula el libre desenvolvimiento de las competencias sociales necesarias para enfrentar los desafíos propios de la vida colectiva; este condicionamiento se asocia con la adopción de actitudes pasivas y sumisas, que le hacen al sujeto propenso a la descarga de actos violentos en los diversos espacios de interacción cotidiana.
Y, por el otro, sujetos formados en contextos en los que los métodos disciplinares son ausentes, trae como consecuencia que al no precisar límites desplieguen conductas abusivas que derivan en situaciones cruentas y destructivas como modos de operar la violencia escolar.
Estos factores predictores permiten construir una caracterización más o menos amplia tanto de la víctima como del victimario, la cual demanda el énfasis en las condiciones de crianza y en las interacciones con el medio social, del que se aprende o imitan conductas hostiles producto del sometimiento prolongado a estresores acumulativos que exacerban la incursión en acciones problemáticas asociadas con incivilidades recurrentes, intimidación, dominación y abuso de poder sobre los más vulnerables. Este proceder, en términos de la teoría del aprendizaje social, es producto de la exposición a variables sociales y experiencias nocivas, capaces de modelar negativamente la personalidad, ocasionando la inadaptación del victimario a las pautas mínimas de convivencia.
Lo referido obliga la referencia a un componente que configura la trama o círculo de la violencia escolar, se trata del observador al que se precisa en ocasiones como el detonante de comportamientos agresivos, pues su actitud provocadora tiende a traducirse en desafíos que esgrime intencionalmente con el propósito de que el victimario fije su atención en un tercero, evitando de este modo convertirse en una víctima potencial sobre la cual pudiera desplegarse el arsenal destructivo de quien ostenta el poder.
Comprender la participación de este dentro de las actuaciones violentas que se dan en el contexto educativo, supone la posibilidad de comprender cómo la falta de empatía, así como de solidaridad crítica con el más vulnerable, no solo refieren a actitudes acomodaticias y pasivas, sino rasgos en función de los cuales identificar la insensibilidad propia del victimario que participa de la relación de acoso desde una posición indirecta.
Por otra parte, el escaso manejo disuasivo del sistema educativo, genera que el modus operandi del victimario no logre minimizarse y, en consecuencia, se dé lugar al etiquetamiento como una forma consciente o inconsciente que ocasiona el reforzamiento de conductas hostiles y violentas que no solo desestabilizan el normal desenvolvimiento del clima escolar, sino que dimensionan simbólicamente la capacidad destructiva del victimario; impulsando que su actuación se convierta en un patrón de conducta capaz de convertir el contexto escolar en un territorio en el que impera la anarquía, el riesgo y la inseguridad.
En resumen, profundizar sobre las particulares maneras como se presenta la violencia en el contexto educativo y lograr disuadir sus implicaciones multidimensionales, requiere la caracterización de la víctima y el victimario, integrando manifestaciones, comportamientos, representaciones sociales y conductas que legitimadas por la cultura, transforman las instituciones en un verdadero campo de batalla, en el que la confrontación, la denigración y el maltrato físico-psicológico-emocional se convierten en factores de riesgo que conducen al fracaso escolar y, por ende, a la exclusión social.
Esto sugiere intentar acciones que cambien la percepción de la escuela como un lugar inseguro, lo cual supone, minimizar el radio de acción de los maltratadores cíclicos evitando que las víctimas condicionadas a la resignación, al sentimiento de impotencia e indefensión, sufran daños que pongan en riesgo su propia vida. Solo de esta manera, se considera posible la construcción de un clima escolar positivo en el que se logre reducir la conflictividad y, en su lugar se privilegie la integración, el trato justo e igualitario y el reconocimiento del otro con sus particularidades socioculturales.
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