Alberto González
Maracaibo, Venezuela
albertogp888@gmail.com
Decía Fernando Savater en su célebre Política para Amador que, para nosotros los humanos, la muerte no resulta exclusivamente un accidente biológico, "sino el símbolo decisivo de nuestro destino, a la sombra del cual y contra el cual edificamos la complejidad soñadora de nuestra vida". ¿Qué quiso expresar muy concretamente el filósofo español con este aserto? Que, como buenos seres vivos, racionales y meditabundos que somos, una vez adquirimos consciencia sobre la muerte, el temor suscitado nos condiciona desde tan tempranas etapas de nuestra existencia, como especie, hasta llegar a incentivar en nosotros la íntima imperiosidad de sobrevivir. Semejante es la razón cual sella la manufactura de aquel gran artificio humano bautizado por nosotros mismos como sociedad. ¿Por qué? Sencillamente, porque el colectivo facilita al individuo un margen de protección que por sí solo no pudiese alcanzar.
Y este paso inicial del proceso que relato, hace de manera inmediata pleno honor a la expresión escogida por Savater: la muerte indisputablemente es decisiva, porque desde el momento en que incentiva la vida en consorcio, termina también por condicionar de forma esencial los posteriores pormenores de nuestras vidas. Con la conformación de la sociedad, los seres humanos inevitablemente nos vemos envueltos en una odisea por encontrar organización a la naciente convivencia. Y dicha complicación es natural, puesto que ese calificativo, el de “complejidad soñadora”, no es gratuito. En sociedad, los hombres y las mujeres constantemente interactuamos, conviniendo en conjunto nuestros modos de vida. En sociedad, los hombres y las mujeres erigimos estructuras, legislamos normativas y edificamos instituciones que doten de orden y de justicia dichas interacciones y modus vivendi. En sociedad, los hombres y las mujeres generamos formas de producción y de riqueza que abastezcan nuestras necesidades más básicas. Y en sociedad, los hombres y las mujeres incluso aspiramos ir más allá de lo elemental: disponemos colaborativamente de los medios para intentar lograr la auto - realización, emociones y experiencias memorables, así como también desarrollar la expresión de alto contenido humano, con producción histórica, artística y mucha, mucha cultura.
Y he ahí la cuestión política. Si organizar la materialización de todo esta bonanza humana ya resulta “compleja”, la problemática se exacerba cuando surgen las preguntas: ¿Y quién decide qué se realiza y qué no? Si surgen complicaciones, ¿cómo específicamente se abordarán? En el viaje de inmortalidad pertinente a la especie humana (en conjunto, la humanidad alcanza a pervivir en el tiempo), ¿quién señalará el camino y adónde apuntará el dedo guiador? Preguntas con resoluciones poco simples, sobre todo cuando se avista las realidades demográficas y territoriales contemporáneas, donde cohabitan en un mismo ecosistema millones de voluntades individuales, cada una de ellas tan original y particular como la personalidad del hombre o mujer que la ostenta. Otra consecuencia más de aquel “símbolo decisivo”: con la sociedad, secuela directa del hecho de la muerte, automáticamente germina el poder, las pugnas por su conquista, y la exigencia de gobierno.
Entendiendo las nociones anteriores, así como que poder, acorde a una compresión grata para este autor, implica la capacidad de definir la realidad acorde a la voluntad, y que gobierno etimológicamente refiere a la acción de pilotar, dirigir o guiar, la experiencia humana pudiese sintetizarse en dos actividades centrales: por un lado, conlleva la distracción, evasión o postergación de la muerte mediante el vivir (en sociedad, se tiende a vivir más, vivir mejor, vivir significativamente); y por el otro, a profundizar en la búsqueda de sistematizaciones más óptimas de las relaciones de poder (dotándolas de un orden y un sentido tal, que las sociedades mejoren cada vez más las probabilidades y los lapsos individuales y colectivos de supervivencia), con la finalidad de trasladar a buen puerto a la comunidad humana. Es decir, hacia un destino distante a la muerte.
Sin embargo, ¿cuál es la reflexión ante todo lo planteado? Que entre estas dos céntricas actividades tiende a existir un desequilibrio. Un desbalance paradójico donde el individuo común expresa mayor interés por vivir (siguiendo netamente sus intereses personales, ante el escaso tiempo de vida a disposición) y no por gobernar (o preocuparse por conocer sobre qué implica gobernar y cómo se hace), lo cual recurrentemente repercute en la calidad de su vida.
Dejando fuera de este análisis al resto de los continentes (en los cuales los avances tecnológicos y ciertas particularidades culturales hacen requerir de mayor perforación intelectual), el foco crítico de este discurso se encuentra en nuestras latitudes latinoamericanas. Si bien reconociendo los esfuerzos pertinentes a producir Gobiernos Abiertos en algunos países, y aun teniendo en cuenta los intentos de orientación democrática de los gobiernos latinoamericanos a partir de la segunda y tercera ola democrática (descritas por Samuel Huntington), la realidad es que estas democracias modernas son representativas. Y la eterna problemática representativa radica en la necesidad de tener que afiliar a un grupo reducido de terceros (los representantes políticos) para solventar los asuntos públicos en nombre del grueso poblacional (los representados civiles).
En todo este empeño democrático, se entiende la imposibilidad contemporánea de consumar una democracia directa, como en aquellos años antiguos de esplendor ateniense, y no obstante, la lógica indica que, para tener la posibilidad de ejercer soberanía sobre un sujeto o un objeto, necesariamente primero se requiere de autonomía. Gobernar es una labor de dirección a su vez compleja, compuesta por múltiples dimensiones que demandan destreza a la hora de gerenciar, como planificar estrategias, administrar eficientemente el tiempo, tomar decisiones trascendentales, negociar con actores, coordinar equipos, gestionar finanzas y recursos, entre otras tantas y numerosas actividades. Si lo político es un fenómeno sumamente enrevesado, hasta el punto de contar con su propia ciencia, ¿cómo puede al menos el ciudadano cumplir certeramente con el deber democrático más importante que aún posee? (el de fiscalizar el desempeño gubernamental de sus representantes) ¿Con meras percepciones sugestionadas por sesgos ideológicos y emotivos? ¿Sin conocimiento técnico alguno sobre el oficio de gobierno? En aquello que se debe confiar es en la episteme, no en la doxa.
Para finalizar, y retomando a los atenienses, estos acuñaban a todo aquel que no se interesara en los asuntos de la polis como idiotez (etimológicamente, aludiendo a lo “propio”). Hoy, entendido dicho término bajo el español “idiota”, y aún con una connotación peyorativa notoriamente insolente en comparación con antaño, resulta una auto - crítica razonable. Porque, retomando los argumentos iniciales, si el único viaje de vida que tenemos frente a la inminencia de la muerte depende intrínsecamente de un buen o mal gobierno, ¿resulta inteligente desligarse, elegir ignorancia y dejar el control a otro? La respuesta queda a juicio del lector.