Lady María Andrade Hidrovo
Dirección Nacional de Patrocinio del Ministerio de Educación en Ecuador
ladyandrade25@hotmail.com
https://orcid.org/0000-0002-0838-4788
Desde los inicios de la civilización, el Derecho se ha desarrollado en base a esquemas lógicos construidos a partir de comportamientos y convicciones humanas, por lo tanto, es propio de cada Estado adoptar un modelo constitucional que represente los designios de la sociedad sometida a su jurisdicción. Debido a las influencias culturales provenientes de los pueblos indígenas, la Constitución de la República del Ecuador ha adoptado una postura biocentrista al reconocer a la naturaleza como sujeto titular de derechos. Desde luego, este acontecimiento generó preocupaciones en juristas y doctrinarios por las incoherencias conceptuales y normativas que se desataron luego de analizar los alcances normativos y pragmáticos de los derechos de la naturaleza. En el presente artículo se expondrán las principales pugnas que generaron los derechos de la naturaleza en a la Teoría General del Derecho y el posible direccionamiento hacia el entendimiento de estas. Se concluye que, a pesar de que, para muchos resulte fácil afirmar que los derechos de la naturaleza son una utopía en medio de los dogmas jurídicos que hoy conocemos y que impiden su adecuada institucionalización, no hay que desconocer que, en la actualidad, el paradigma biocéntrico está siendo aceptado por el Derecho Constitucional de Latinoamérica.
Palabras clave: Derechos de la naturaleza, paradigma biocéntrico, paradigma antropocéntrico, Teoría del Derecho
Since the beginning of civilization, law has developed on the basis of logical schemes built on human behaviors and convictions, therefore, it is proper for each State to adopt a constitutional model that represents the designs of the society subject to its jurisdiction. Due to the cultural influences coming from indigenous peoples, the Constitution of the Republic of Ecuador has adopted a biocentric stance by recognizing nature as a subject with rights. Of course, this event generated concerns among jurists and doctrinaires due to the conceptual and normative inconsistencies that were unleashed after analyzing the normative and pragmatic scope of the rights of nature. In this article, we will present the main struggles that generated the rights of nature in the General Theory of Law and the possible direction towards their understanding. It is concluded that, despite the fact that, for many, it may be easy to affirm that the rights of nature are a utopia amidst the legal dogmas we currently know, which hinder their proper institutionalization, it must be recognized that, at present, the biocentric paradigm is being accepted by Constitutional Law in Latin America.
Keywords: Rights of nature, Biocentric paradigm, Anthropocentric paradigm, Theory of Law
Los derechos de la naturaleza han sido objeto de inquietante investigación, pues desde los inicios de la civilización la tesis o paradigma antropocéntrico ha predominado en el pensamiento social, generando con ello situaciones que han traído consigo amenazas para la existencia de muchas especies. Los seres humanos siempre han interactuado con la naturaleza y han convivido con ella de maneras distintas, viéndola en un principio como un ser supremo hasta utilizarla de forma indiscriminada como una mercancía y un simple bien de consumo (Ramírez, 2012).
En el intento de proteger a la naturaleza, Ecuador trascendió hacia el paradigma biocéntrico al incluir en la Constitución de la República promulgada en el año 2008 los “Derechos de la naturaleza” (Moura, 2012, 392). Por lo tanto, este hecho jurídico implica que deje de ser vista como un objeto que sirve como medio para cumplir determinados fines y pase a ser un sujeto que cuenta con derechos como los poseen todos los seres humanos.
En esta línea argumentativa, el reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derechos ha desatado grandes debates entre quienes defienden el paradigma biocéntrico y los que poseen un pensamiento antropocentrista, generando vacíos significativos en el esquema lógico de la dogmática jurídica fundamentado en la Teoría General del Derecho que hoy conocemos. Frente a esto, es indispensable desarrollar investigaciones teóricas sobre los Derechos de la Naturaleza, para alivianar las cargas que las incongruencias normativas provocan en el sistema de justicia.
El diseño de la presente investigación es de tipo cualitativa y entre las técnicas y herramientas de investigación utilizadas se encuentran las de tipo descriptivo y documental que facilitaron el desarrollo del análisis crítico y propositivo de esta temática.
El contenido bibliográfico del presente trabajo incluye teorías consolidadas en el Derecho Clásico que permiten tomar como punto de partida justificaciones sólidas hacia el entendimiento de los derechos de la naturaleza siendo conscientes de las pugnas que se generaron con respecto a la Teoría General del Derecho a partir de su reconocimiento.
Todas las consideraciones conceptuales y teóricas, normativas y jurisprudenciales dieron paso a establecer un importante punto de partida para el desarrollo de los derechos de la naturaleza, además de establecer información variada que permite contemplar la temática desde un aspecto amplio y coherente.
La dogmática jurídica se ha desarrollado y consolidado a partir de una construcción lógica íntimamente vinculada a las prácticas sociales y los comportamientos humanos que, a su vez son el fundamento sobre el cual los entes reguladores establecen los límites de la conducta y le dan sentido a la reproducción fenomenológica del Derecho. Siendo así, la Teoría General del Derecho sustenta sus bases en un elemento esencial: la voluntad de los sujetos.
Hasta antes de la Constitución de la República del Ecuador de 2008 (en adelante, CRE), quienes influían con sus actuaciones en el mundo jurídico eran únicamente las personas naturales y jurídicas, sujetos que, tienen la capacidad de manifestar su voluntad para intervenir en los acontecimientos sociales, lo que no sucede con el resto de los seres vivos.
Por este motivo, es lógico pensar que en ningún esquema y en ninguna circunstancia, los animales y la naturaleza pueden ser acreedores de esta -o parecida- percepción jurídica de las personas; más bien, la atención ha recaído con tal magnitud en el comportamiento humano, que ha sido la base para crear estándares de conducta, lo que a su vez genera al hombre obligaciones con respecto a la naturaleza, pero no al contrario.
Este desarrollo conceptual se ha visto desenvuelto en una especial lógica hasta llegar a estandarizar al Derecho como un fenómeno fidedigno que, por su puesto, es merecedor de llamarse ciencia. Sin embargo, durante los últimos años, el neoconstitucionalismo ha incentivado al desarrollo desmesurado de libertades, derechos y garantías que buscan en la mejor medida, satisfacer los estándares de “justicia”, lo que ha permitido -por diversos factores posteriormente abarcados- el otorgamiento de derechos a seres que, durante toda la historia (por los esquemas tradicionales del derecho clásico) no tenían la capacidad de ser acreedores de aquellos.
Este acontecimiento, entendiblemente, generó reacciones en juristas y doctrinarios, para quienes su principal preocupación es la alteración de la Teoría General del Derecho por el quebrantamiento del contrato social sobre el cual se sustentan las bases jurídicas relativas a la capacidad.
Desde los inicios de la civilización, los sentimientos de territorialidad del hombre desataron los primeros conflictos que tenían por objeto la obtención de recursos para la sobrevivencia. Estas prácticas trajeron consigo el desarrollo de los primeros esquemas de “justicia” posteriormente se formalizaron hasta dar origen al Derecho Clásico, el cual desarrolló entre sus preceptos, derechos y obligaciones a las personas sobre sí mismas y sobre sus bienes.
Es así, que desde la Antigua Roma, el ser sujeto de derechos “habilitó al ser humano a poder apropiarse, dominar e incluso instrumentalizar a la naturaleza”. (Arias, 2012, p. 100). Pero a pesar de la inevitable correlación entre el ser humano y su entorno, este se logró independizar del mundo natural a través de bases teóricas evidentemente sólidas, que tienen como fundamento el raciocinio.
Por estos motivos, el hombre fue extraído de la naturaleza y puesto en un nivel superior, “viéndola como un ser supremo y utilizándola de manera indiscriminada como una mercancía y un simple bien de consumo” (Ramírez, 2012, p. 20). De esta manera, dichas prácticas se han perpetuado en el mundo debido a diversos factores, como, por ejemplo: las influencias de la religión en el pensamiento social, pues la lectura del Génesis menciona: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine a los peces del mar, a las aves del cielo, a los animales domésticos y a todo animal que se arrastra sobre la tierra”. (Génesis 1, 26-28, 31a).
Así mismo, los enunciados de grandes personajes de la historia han alcanzado la persuasión retórica, así, frases célebres, como la de Simón Bolívar durante el terremoto de 1812 en Venezuela, lograron normalizar el antropocentrismo como cosmovisión actual: “si la naturaleza se opone lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca” (Díaz, 2012, p. 38).
Las actuaciones utilitaristas sobre la naturaleza trajeron consigo una serie de repercusiones en el ecosistema que afectaron negativamente la convivencia y bienestar social. En otras palabras, al ser la naturaleza un componente de seres bióticos y abióticos presenta la capacidad de reaccionar ante las acciones del hombre a través de acontecimientos (o, desastres naturales) que pueden poner en riesgo su existencia.
Al ser la preocupación del hombre (y en consecuencia, del Derecho) la preservación de la especie humana, este se vio obligado a establecer pautas normativas que regulen la conducta de las personas frente a la naturaleza y todo lo que en ella se encuentra.
De esta manera nace el Derecho Ambiental, un conjunto de normas que tienen la finalidad de proteger el medio ambiente para preservar la especie humana y conservar las generaciones futuras. En este sentido, Ramírez (2010), expone que, “el derecho ambiental se orienta por una justicia intergeneracional y, mediante el principio precautorio, incluye en la comunidad política del presente a las futuras generaciones (p. 21)”, es decir que, se justifica de cierta forma la preservación de la naturaleza para “proteger a las generaciones futuras”.
A pesar de las leyes medioambientales que establecen pautas de comportamiento y medidas coercitivas para asegurar el bienestar de la naturaleza, la contaminación sigue siendo un problema que aqueja a los gobiernos del mundo, pues el cambio climático parece ser cada vez más una situación que requiere inmediata atención.
Entonces ¿por qué no elevar a la naturaleza a una categoría normativa que la dignifique de respeto no por ser un medio para alcanzar los fines humanos, sino por ser un fin en sí misma? En principio, este enunciado podría sonar (y de hecho lo hizo) descabellado para muchos juristas, pero mientras el derecho esté en manos del intelecto del hombre, nada es una utopía.
En virtud de las finalidades humanas de proteger a las generaciones futuras podríamos afirmar que, bajo los mismos argumentos que repudian a los derechos de la naturaleza (la falta de voluntad y raciocinio) las generaciones futuras tampoco pueden ser sujeto de derechos. Pero existen argumentos que ponen a tambalear este pensamiento, pues para Ramírez (2012):
“La Constitución de 2008, a diferencia de cualquier otra a nivel mundial, extiende la demanda de la justicia intertemporalmente y más allá del reino humano (ver arts. 71 y 317). Es decir que, la protección de la naturaleza se arma por el derecho de las siguientes generaciones de gozar de un ambiente sano, así como por su intrínseca importancia”. (p. 18)
A pesar de que varios autores pretenden con sus ideas dotar de derechos a sujetos inexistentes, este punto de vista parte desde una mirada antropocéntrica, pues la finalidad de la protección de la naturaleza sigue recayendo en el bienestar humano.
Por estos postulados, los intentos por darle mayor protagonismo a la naturaleza en el ámbito jurídico han resultado vacíos, pues aún con las leyes medioambientales se continuó observando significativas acciones humanas que ponen en peligro el bienestar ambiental.
Es evidente que los intentos de protección ambiental que se han venido perpetrando en las diversas legislaciones, se ven perturbados por la satisfacción desmesurada de los intereses humanos. Es por esto que el pensamiento indígena que va más allá de la protección de la naturaleza para el bienestar de la especie humana fue de especial interés para el legislador ecuatoriano.
En dicho aspecto, la CRE 2008 ha dado un importante giro a lo que tradicionalmente ha defendido el Derecho Clásico con las leyes medioambientales, y ha establecido preceptos que alargan la interpretación hacia el valor intrínseco del mundo natural. La diferencia radica en que:
“Mientras el derecho ambiental se orienta por una justicia intergeneracional y mediante el principio precautorio incluye en la comunidad política del presente a las futuras generaciones; los derechos de la naturaleza, en cambio, conjeturan un pacto de convivencia que no solo comprende a los miembros de esa comunidad, sino también un contrato entre estos y el medio ambiente” (Ramírez 2010, pp. 103-104).
Este paradigma se funda esencialmente en el valor de la naturaleza en su integralidad, al ser un ente que cumple con finalidades propias, aun sin dar cuenta de aquello. En esta medida, no se habla de un valor económico entendido desde el punto de vista del provecho o beneficio que se puede obtener de ella (es decir, como recurso natural para las actividades humanas) sino de un valor intrínseco que posee por cumplir con un fin en sí misma, y por tener ese único poder de generar y posibilitar la vida.
A partir de este entendimiento, la CRE no tiene tapujos para reconocer derechos a la naturaleza, pues su valor intrínseco -desde este punto de vista- resulta incluso predominante sobre las finalidades e intereses humanos, pues la naturaleza existe sin la necesidad de existencia del hombre y no viceversa.
Es por esto que, autores como Eugenio Zaffaroni (2011) aseguran que “el constitucionalismo andino dio el gran salto del ambientalismo a la ecología profunda, es decir, a un verdadero ecologismo constitucional” (p. 111). De esta manera, la idea del valor intrínseco ha hecho posible que la naturaleza sea titular de derechos propios que aseguren cierta certeza jurídica con respecto a su existencia y finalidad.
Para O’ Neill (1993), “la idea de valor intrínseco sostiene que existen atributos que son independientes de los seres humanos y que permanecen aún en ausencia de éstos.” (p. 50). Bajo este pensamiento, el valor de la naturaleza seguiría perdurando en cualquier localidad, aunque en un determinado espacio físico no haya rastro de ella.
A partir del entendimiento axiológico de la existencia y funcionamiento del mundo natural, la influencia del pensamiento indígena en la CRE fue un importante factor para reconocer derechos a la naturaleza y preservar a la Madre Tierra. Es así que, Silvina (2010) sostiene que:
“En este punto también se incorpora la cosmovisión de los Pueblos indígenas (..) su relación con la tierra, territorio, hábitat y la naturaleza como un todo permite diluir la dualidad ser humano naturaleza, para entender a la naturaleza como parte de una comunidad extendida con el hombre. Desde esta perspectiva, no sólo la naturaleza es proveedora de alimentos y medicinas sino que la concepción fuertemente arraigada es que los Pueblos indígenas “son parte” de la tierra. En ese sentido, las comunidades son tanto sociales como ecológicas, y la naturaleza también es concebida como un sujeto de derecho”. (p. 10)
En virtud del catálogo de derechos establecidos y garantizados en la CRE, se reconoció y respetó la identidad cultural de los pueblos indígenas y se acogió a la preservación de la naturaleza desde el biocentrismo, enfrentando los estándares lógicos que la dogmática jurídica plantea para su correcto funcionamiento, es decir, que pasó “de una ética antropocéntrica a una ética bio-céntrica, en que el papel del ser humano se interpreta como parte de la comunidad de la vida.” (Ramírez, 2012, p. 18).
Por este motivo, las Constituciones de Ecuador y Bolivia son las que “abren espacio a las visiones biocéntrica y ecocéntrica del mundo, y crean con ello un nuevo paradigma: el Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano” (Moura, 2012, p. 393) el cual, innova con la protección al medio ambiente con referencias tradicionales como Pacha Mama y Buen Vivir.
En este sentido, el artículo 71 de la CRE establece: “La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”, abriendo paso a un extenso camino hacia la consolidación de bases argumentativas que respalden la validez dogmática de este hecho normativo.
Según la teoría del contrato social, "lo que pierde el hombre por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le tienta y que puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo cuando posee" (Rousseau, 1985, p. 27).
En el momento en que el ser humano se inserta en la sociedad, posee derechos intrínsecos asociados a sus intereses naturales, los cuales exceden y colisionan los derechos naturales de otros hombres, por lo que, para lograr la justicia y paz social, el hombre debe renunciar a su derecho absoluto y en consecuencia obtendrá derechos de lo que posee en sociedad.
La voluntad del hombre es el elemento característico para ser titular de derechos. Por tanto, la dogmática jurídica con respecto al contrato social ha adoptado dentro de sus preceptos la capacidad del hombre de aceptar sus derechos. Pero entonces ¿Cuál es el reto que enfrenta el derecho clásico al reconocer a la naturaleza (un ente sin razón ni voluntad) derechos propios?
Uno de los principales argumentos que expulsa a la naturaleza de ser objeto de efectos jurídicos es el pensamiento que muchos comparten con autores como Luc Ferry (1994) quien menciona que “la naturaleza ni los animales pueden ser considerados como agentes morales ni como sujetos de derechos dado que no son capaces de actuar de manera recíproca” (p. 208).
No obstante, la postura ecocéntrica no toma en cuenta las facultades “emocionales” que pudiese tener la naturaleza, pues claramente no las posee; pero sí posee propiedades vitales que la facultan a reaccionar ante los actos que contra ella acontecen, esta capacidad de reacción a partir de impulsos internos es lo que la dota de valor intrínseco.
Según Gudynas (2015) “el valor que un objeto tiene únicamente en virtud de sus propiedades intrínsecas considera las propiedades inherentes de los ecosistemas, tales como los ciclos vitales y los procesos evolutivos” (p. 50). Siendo así, dicho valor se reafirma en los procesos vitales que esta cumple como fin en sí misma. Este valor en sí se debe a que “la naturaleza tiene un fin (la vida misma), se adecua a su fin, aun cuando no pueda dar cuenta de él, y lo cumple de manera instintiva por un impulso que se satisface a sí mismo” (Jonas, 1995).
Sin embargo, quedan abiertas otras preguntas como, por ejemplo, ¿El valor intrínseco es un adjetivo suficiente para que la naturaleza (con sus facultades) se pueda adecuar en el esquema jurídico como hoy lo conocemos? ¿Cabria la flexibilidad del positivismo jurídico a tal punto de modificar sistemas para hacer posible la integración de la naturaleza como sujeto de derechos? ¿Hasta dónde llegaría el otorgamiento de “valor” a cada sujeto?
Puesto que no basta con afirmar que todo ser vivo tiene valor, cabría preguntarnos qué es un ser vivo y básicamente es cualquier ser existente en el espacio físico que se mueve sin influencia externa. En este punto estamos claros que solo los humanos, animales y plantas se mueven sin influencia externa, pero ¿Cómo ignorar el movimiento del aire, del agua y volcanes cuando lo que los mueve son organismos que a la final componen absolutamente todo lo que percibimos?
Llegamos a la conclusión de que, en realidad, el planeta entero y todo lo que posee, está vivo. Pero no todo lo vivo puede tener derechos, pues en un futuro no muy lejano estaríamos condenados a perdernos en el propósito del Derecho Constitucional.
Esta rama del derecho es quizás la que enfrenta los desafíos más complejos frente al reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derechos, especialmente con respecto a los animales.
Hablamos de que los seres humanos poseemos: derechos, porque tuvimos, en algún punto de la historia, la capacidad de renunciar a ciertos derechos para adquirir otros y convivir de manera pacífica con otros humanos con intereses distintos.
En este punto es necesario citar dos posturas claramente diferenciadas: por un lado, Tugendhat (1993) indica que “lo característico de tener un derecho es que la persona lo pueda reclamar”; pero por otro lado, a modo de posición contraria”, por otro lado, Feinberg (1974) apunta que “para entender lo que es un derecho no es necesario que sea por iniciativa propia reivindicar la titularidad de un derecho” (p. 204)., de modo que pone como ejemplo a los niños y a los deficientes mentales para iniciar sus propias acciones jurídicas, no quedándole más remedio que acudir a los apoderados que interpongan las reclamaciones en nombre de los mismos Empero, con respecto a la naturaleza, ni si quiera es necesario topar dicha cuestión, pues no posee facultades cognitivas para aceptar o renunciar a un derecho.
En virtud de aquello, lo que sea que se abarque con respecto a la naturaleza y sus capacidades con poder en la doctrina jurídica, son muy limitadas. Sin embargo, lo que sucede con los animales es mucho más comprensible dentro del pensamiento jurídico. Si bien es cierto, existen animales que han atravesado un acercamiento mucho más complejo con los humanos que otros animales o seres vivos. Los animales de compañía (perros, gatos, conejos, entre otros) han desarrollado especialmente durante los últimos anos sus capacidades de relacionarse con otros seres vivos.
Todos hemos conocido a un perro que posea un comportamiento muy parecido al de un niño: pide comida, que lo saquen a pasear, que le abran la puerta, pide afecto y da afecto, entre otros. Cosa que no sucede con un ciervo que ha estado toda su vida en la sabana.
Ahora bien, queda claro que ambos animales presentan las mismas necesidades vitales: alimentarse, respirar, aparearse, etcétera, pero es claro también, que el perro desarrolló necesidades afectivas que han llegado, en ciertos casos, a ser motivo de muerte en dichas especies, como cuando el amo del perro que le daba amor muere y posteriormente el perro también muere de tristeza.
Esta situación da luces sobre el tema, y a la vez permite reflexionar lo siguiente, si bien un animal silvestre debería tener solamente derechos que le permitan cumplir sus fines vitales, un animal de compañía debería tener un catálogo de derechos un poco más complejo para cumplir sus fines vitales.
En consecuencia, los derechos de un animal de compañía se asemejarían mucho más a los derechos de los seres humanos que garantizan, por ejemplo, la prohibición de actos que atenten a su dignidad (el derecho a la libertad, el derecho a la integridad, derecho a la identidad, etc.), teniendo en cuenta que ya existen antecedentes jurisprudenciales que reconocen en el derecho a la libertad en animales como ocurrió en la Sentencia de la Corte Constitucional ecuatoriana No. 253-20-JH/22 de 27 de enero del 2-22 en el caso de la “Mona Estrellita”.
Del mismo modo, a manera de ejemplo dentro de esta premisa, el Registro Nacional de Mascotas del Ecuador ha implementado cédulas para mascotas con la finalidad de evitar robos o extravíos y aumentar la posibilidad de recuperación, para reducir el índice de animales callejeros.
Esta acción del Estado tiene un punto de partida que puede ser visto desde dos perspectivas: en primer lugar, la cédula es parte del ejercicio de un derecho humano (el derecho a la identidad) y por otro lado, en aquellas cédulas se establece entre otras cosas, quién es el “dueño” o “propietario” de ese animal. Es decir, este mecanismo cumple por un lado con los preceptos constitucionales que reconocen a la naturaleza como sujeto de derechos, pero por otro lado, reafirma el tradicional esquema que reconoce a la naturaleza como un objeto.
Por otra parte, existe otra arista, y es que un perro con un dueño puede cumplir con sus finalidades de manera independiente con respecto a su especie y tiene necesidades que, al cumplirlas, satisfacen condiciones autónomas en cada uno, es decir, que puede tener derechos autónomos como los seres humanos. Cosa que no sucede con los animales que permanecen en su ecosistema, como por ejemplo los peces más pequeños de un arrecife o un criadero de hormigas, que solo sobrevivirían si actúan en conjunto con muchos de su misma especie, por lo que no podrían tener derechos autónomos, tan solo derechos que garanticen su existencia y finalidad como ecosistema.
En este punto también es necesario tener en cuenta que la existencia de ciertos ecosistemas también se encuentra limitado por las necesidades humanas. El ser humano necesita alimentarse para sobrevivir, no solo de animales que actúan en ecosistemas, sino también de animales con posibles derechos autónomos (cerdos, vacas, pollos, etc.). La idea es que, con el desarrollo de tecnologías se encuentren formas de disminuir el consumo de animales que tienen la capacidad de sufrir por los efectos de la industria o en su defecto, disminuir el sufrimiento de dichos animales y equilibrar su consumo, en este extremo el desarrollo sostenible juega un papel importante.
Y por último, la siguiente y más debatida arista, y es que los animales son sujetos de derechos, pero a su vez los animales de consumo son objetos de comercialización, por consiguiente: ¿se vulnera la seguridad jurídica con esta contradicción?
Claramente si los seres humanos tienen la necesidad de alimentarse y existen grupos de trabajadores que realizan una actividad operativa o productiva para recopilar a estos animales como alimentos para el resto de los seres humanos, es entendible para el funcionamiento social que, tras realizar esta actividad el hombre requiera una contraprestación por su esfuerzo físico, por lo que sí sería necesaria la venta de estos animales.
Sin embargo, no se puede desconocer que la CRE los reconoce como sujetos, por lo tanto, es imperativo, posterior a estudios y trabajo en conjunto entre biólogos y juristas, determinar o clasificar a los animales de compañía de los animales de consumo para posteriormente desarrollar un régimen que continue considerando a los animales de consumo como objetos de comercialización sometidos a la protección del derecho ambiental y derecho animal, mas no a la protección del derecho constitucional como sujetos.
De la misma manera, al categorizar a los animales, los de compañía podrían adquirir derechos que, al día de hoy, han sido objeto de debate. Como por ejemplo, el caso de Liu, una mujer de Shanghái que dejó su herencia a sus mascotas. Pero resulta delicado en este punto hablar del derecho a la herencia de los animales, pues el derecho a heredar se constituye como “el derecho del testador a disponer, mientras se encuentra con vida, sobre la transmisión de sus bienes para después de su muerte” (Pérez, 2010, p. 187).
Es decir, heredar a un animal es el perfeccionamiento del derecho que el causante tiene sobre sus bienes, mas no el derecho que el animal tiene de heredar, pues como decíamos en un principio, los derechos son la materialización de las necesidades del sujeto que los posee, sin embargo ni los animales ni las plantes tienen la necesidad de “heredar” pero si de alimentarse o vivir a través de los recursos que pueda proveer dicha herencia, por eso es tan importante definir las necesidades de cada ser vivo y en consecuencia, establecer los derechos de los que serían susceptibles de titularización.
Acogiendo en este sentido las palabras de Ramiro Ávila (2011): “La teoría jurídica tradicional, para entender el derecho, tiene que buscar nuevos fundamentos y renovadas lecturas, que tienen que ver con la ruptura del formalismo jurídico y con una superación de la cultura jurídica imperante” (p. 35).
Quienes han sido objeto de interminables discusiones son los animales, pues “se ha argumentado en contra la incapacidad que tienen ese tipo de seres, a esgrimir sus pretensiones correspondientes a susodicha obligación” (Ríos, 2008, p. 13).
Se dice que a partir del contrato social sobre el cual se funda el ejercicio de los derechos fundamentales, para que los animales sean titulares de derechos deben a su vez ser titulares de obligaciones. Bajo este esquema, el punto de fricción se encuentra en que estos seres no son capaces de racionalizar la consecuencia de sus actos, por lo tanto no le son atribuibles obligaciones. Sin embargo, para Hans Kelsen (1991):
“las plantas, los animales y los objetos inanimados si pueden ser sujetos de un derecho reflejo, entendiéndose al individuo en cuyo respecto ha de cumplirse la conducta del hombre obligado a ello, es por ello que frente a las categorías precitadas el hombre está obligado a comportarse, frente a ellas, de determinada manera” (p. 140).
A pesar de aquello, no deja de ser una preocupación para quienes desarrollan los derechos de la naturaleza que exista en los animales la posibilidad de racionalizar la consecuencia de sus actos.
Este apartado vino a colación a partir de un caso de la vida real en el que un perro lanzó un ladrillo a un cobrador de Coppel desde el piso alto de la casa en la que vivía. El perro vio al joven acercarse a su casa y luego de elevar tonos con su dueño procedió a agarrar el ladrillo con su mandíbula y dejarlo caer sobre él (Ramírez, A. 2023).
Entonces surge la situación de que, el perro sabe que el ladrillo va a caer sobre la persona, lo que no sabe es la repercusión real que causa dicho impacto. Aunque surge la duda al ver al mismo perro viendo a su amo ahogarse en un rio y saltar para sacarlo del agua. Puede darse el supuesto de que, en el primer caso lo que el perro quiera sea jugar con una persona que está en la parte de abajo de su casa y lo termine matando sin tener dicha intención, pero surge la duda en el segundo caso, ¿Por qué asume que sacarlo del agua es sacarlo de un peligro sino tiene una percepción clara de la muerte?
A partir de esto queda abierta la cuestión de ¿tiene un animal la capacidad de determinar qué situación pone en peligro a una persona y actuar con respecto a aquello? Se podría decir que sí, sin embargo, en el derecho penal no es suficiente ser consciente de la peligrosidad, sino de la antijuridicidad del acto, y como se sabe, ningún animal es consciente de aquello.
Una de las principales confusiones desatadas luego de reconocer derechos a la naturaleza es afirmar que los mismos se desarrollan en la esfera del derecho ambiental. Si bien es cierto, el estudio y progresión del derecho ambiental contribuye a la efectivización de los derechos de la naturaleza, pero los mismos se desarrollan dentro de la esfera constitucional, puesto que, el derecho ambiental busca la protección del medio ambiente para la conservación de las especies que habitan en un ecosistema, pues se entiende que la protección de una especie garantiza el bienestar de la otra.
En otras palabras, su finalidad es la conservación de la naturaleza para preservar la especie humana y no el reconocimiento de la titularidad de derechos de animales y plantas.
En este sentido, mientras el derecho ambiental se orienta por una justicia intergeneracional y mediante el principio precautorio incluye en la comunidad política del presente a las futuras generaciones; los derechos de la naturaleza, en cambio, conjeturan un pacto de convivencia que no solo comprende a los miembros de esa comunidad, sino también un contrato entre estos y el medio ambiente (Ramírez, R. 2010).
Para explanar esta idea, Cruz (2014) manifiesta que:
“La diferencia radica en que el derecho ambiental tiene un carácter marcadamente antropocéntrico, pues concibe la protección de la naturaleza como un medio para garantizar los derechos humanos. En contraste, los derechos de la naturaleza se basan en el reconocimiento de la naturaleza como sujeto de derechos, lo que implica concebir su bienestar como un fin en sí mismo, independiente de las valoraciones subjetivas, y se expresa en otra forma de hacer justicia” (p. 98).
Por estos motivos, un significativo paso para el desarrollo de los derechos de la naturaleza es empezar entendiendo que dicha perspectiva es especialmente nueva y no cabe adaptar su entendimiento dentro de los esquemas tradicionales, puesto que los mismos se adaptan exclusivamente al tratamiento que ha tenido el hombre con respecto a sus derechos por sus facultades y capacidades. Por lo tanto, entendiendo que la naturaleza posee distintas facultades, es lógico que se requiera un desarrollo normativo fundamentado ya no en la voluntad del sujeto, sino en las facultades que el mismo posea, cualquiera que estas sean.
Partamos de la idea de que los derechos suponen aspiraciones a la resolución de determinados problemas como señala Ávila (2010). Desde esta primera arista se puede interpretar que, los seres humanos existen, poseen un valor inherente a su existencia, ninguno vale más o menos que el otro, y todos tienen necesidades naturales que con el tiempo se han reconocido en el ordenamiento jurídico como derechos.
De la misma manera, la naturaleza existe, posee un valor inherente a su existencia anterior a los seres humanos (la naturaleza puede existir sin los seres humanos, y no al revés) y tiene necesidades naturales que, en la actualidad, se han traducido a derechos.
Es congruente pensar que cada especie tiene necesidades distintas, unas más complejas que otras. Por ejemplo, las necesidades y por consiguiente, las finalidades de los seres humanos, no se limitan únicamente al cumplimiento de sus fines vitales, pues al tener conciencia y voluntad, sus finalidades se enmarcan también en el crecimiento económico y desarrollo de las riquezas, lo que forma parte de la evolución del hombre, por lo tanto, sus derechos fundamentales no son únicamente los necesarios para cumplir sus fines vitales, sino también, los que hacen posible su evolución en sociedad.
Por otra parte, las finalidades de la naturaleza y los animales por no tener conciencia ni voluntad se ciñen a la consecución de sus fines vitales, por lo tanto, sus derechos fundamentales son exclusivamente los necesarios para cumplir con dichos fines.
En otras palabras, la capacidad, voluntad y raciocinio del ser humano, conlleva a que sus derechos logren alcanzar finalidades que se extienden más allá del cumplimiento de sus fines vitales, mientras que, para el caso de la naturaleza se limita al cumplimiento de sus fines vitales, por lo tanto, sus derechos son únicamente los necesarios para su existencia. Aunque distinto sea lo que sucede con los animales con derechos autónomos, pues se encuentran en el punto medio de dicha equiparación.
No se puede desconocer que el ser humano posee intereses direccionados al crecimiento económico. No se puede desconocer que el hombre es propietario de bienes inmuebles (dentro de los que se podrían incluir algunos elementos del mundo natural como tierras, árboles, ríos, manglares, etc.) y bienes semovientes (los animales), y que, por lo tanto, dichos elementos también son objetos sobre los cuales el ser humano ejerce sus derechos reales.
Esta es una realidad que difícilmente se puede alterar, y aun en dicho supuesto, hacerlo resulta irracional: “lo complicado sería determinar cómo estos derechos podrían ser efectivamente aplicables, cómo sería su funcionamiento desde la perspectiva dogmática jurídica y cuáles serían sus incidencias” (Ramírez, 2012. p. 9).
La ponderación de los derechos humanos con los derechos de la naturaleza también es otra arista por abarcar en este apartado. En Ecuador, el caso MARMEZA en la Sentencia No. 166-15-SEP-CC por ejemplo, versa sobre el propietario de una camaronera que se encontraba realizando actividades extractivas dentro de su propiedad (la reserva ecológica REMACAM) con fines de construcción. En la sentencia, la Corte determinó que la Sala Única de la Corte Provincial de Esmeraldas, no observó ningún esfuerzo por comprobar si los derechos presuntamente vulnerados (propiedad privada y trabajo) estaban en contraposición con los derechos reconocidos constitucionalmente a la naturaleza, por lo que declaró la vulneración de los derechos de la naturaleza.
En este caso se observa que, a pesar de reconocer los derechos de la naturaleza incluso priorizarlos sobre los derechos reales del hombre, no se está desconociendo que el propietario de la camaronera posee dicha calidad. Así mismo, es una realidad que el ejercicio de derechos humanos (como la alimentación, la salud, etc.), se perpetúa a través del consumo de ciertos animales. Pero dicho consumo, en el marco de la protección a los derechos a la naturaleza, debe contemplar siempre el bienestar animal. Es decir, que mientras el animal de consumo sea tratado para estos fines, el ser humano debe garantizar las condiciones óptimas para que el curso de lo que dura su vida sea propicio para su especie.
Respecto a lo planteado, es necesario tener en cuenta que la selección de los animales de consumo es relativa a cada región. En Ecuador puede ser muy normal comer carne de cerdo, pero en la India puede resultar ofensivo. Aquí es cuando se reafirma que el derecho es un “constructo social” que emana de las costumbres humanas y la moral, es cambiante al igual que la sociedad y con trasfondo subjetivo al igual que el pensamiento humano.
A partir de estas consideraciones y otras que aún falta por desarrollar, el derecho constitucional enfrenta un gran reto en cuanto al reconocimiento de derechos a la naturaleza, pues si bien en un principio, los artículos 71 y 72 de la CRE establecen que la naturaleza tiene derecho a al respeto integral de su existencia, mantenimiento, regeneración de sus ciclos vitales, estructura y procesos evolutivos y el derecho a la restauración, no es menos cierto que ya existe jurisprudencia que reconoce otros derechos a los animales y naturaleza, por lo que resulta medianamente certero afirmar que los animales y la naturaleza solo sean titulares de los derechos reconocidos en la Constitución y paralelamente existan desarrollos jurisprudenciales con respecto a los mismos.
Es necesario no desviarse de los fundamentos que han permitido reconocer a la naturaleza como sujeto titular de derechos para evitar desnaturalizar sus capacidades con tal de incluirlas en las actuaciones fidedignas de la relación jurídica, pues no es posible considerar a la naturaleza como un sujeto de derechos a partir de los postulados teóricos desarrollados en la Teoría General del Derecho en tanto que la misma se ha desarrollado en base a facultades y capacidades propias de los seres humanos.
Por lo tanto, el análisis no debe fundarse en limitadas facultades de los sujetos sino en la esencia del ejercicio de los derechos según sus diversas facultades y necesidades.
En otras palabras, el camino por recorrer para armonizar el ejercicio de los derechos de la naturaleza en la Teoría General del Derecho es necesario; pero es aún más necesario situar dicho desarrollo en una visión adecuada y conjeturable con los sustentos jurídicos y filosóficos que al día de hoy existen en la Teoría General del Derecho. Es decir, evitar forzar el desarrollo de los derechos de la naturaleza desde las constricciones teóricas que sirven para explicar el ejercicio fenomenológico de los derechos humanos.
De acuerdo con los acontecimientos normativos, jurisprudenciales y fácticos en relación a la naturaleza y animales, se concluye que los mismos son sujetos de derechos y en determinadas situaciones, un objeto sobre el cual el hombre ejerce sus derechos. La siguiente tarea se presenta al dejar a interpretación del intelecto las situaciones en las que la naturaleza y animales son sujetos y las situaciones en las que son objeto y qué especies son susceptibles de ser percibidas con dicha ambivalencia.
Finalmente, a pesar de que, para muchos resulte fácil afirmar que los derechos de la naturaleza son una utopía en medio de los dogmas jurídicos que hoy por hoy conocemos y que impiden su institucionalización, no hay que desconocer que, en la actualidad, este paradigma está siendo fuertemente aceptado por el Derecho Constitucional de Latinoamérica, al punto de que luego de que la CRE reconociera derechos a la naturaleza, la constitución de Bolivia promulgada en el año 2009 continuó con esta mirada biocéntrica al establecer una serie de principios indígenas para preservar la naturaleza.
Así también Colombia también adopta esta cosmovisión, luego de que mediante sentencia T-622 de 2016 de la Corte Constitucional colombiana, se reconozca al Rio Atrato como sujeto de derechos. Y, de la misma forma, en el nuevo proceso constituyente chileno la Constitución de este país ha reconocido derechos a la naturaleza, lo que acrecienta la preocupación por la puesta en marcha a las soluciones que solucionen las controversias conceptuales y normativas que estos acontecimientos generan.
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