Navarro, K. Revista de Filosofía, Vol. 41, Nº Especial 2024, pp. 104-120 108
Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela. ISSN: 0798-1171 / e-ISSN: 2477-9598
Por el contrario, el filósofo, cuando sólo se dedica a pensar, sin emitir juicios sobre el
mundo fenomenal, abandona precisamente este mundo de los fenómenos, al apercibirse de
los datos que requiere y así adentrarse en la vida contemplativa, deslastrándose de las
inciertas y para su oficio innecesarias doxai, que en nula medida contribuyen a la
construcción de sus planteamientos. Razón por la cual Arendt afirma, que sólo en el
pensamiento político de Kant, eclosiona la diferencia entre la actividad de pensar y el juicio:
“Esta distinción entre pensar y juzgar no apareció en escena hasta la filosofía
política de Kant – lo que no tiene nada de sorprendente, pues Kant fue el primero,
y sigue siendo el último, de los grandes filósofos que se ocupó del juicio como una
de las actividades básicas del espíritu –. Pues el hecho significativo es que (...) el
punto de vista del espectador no es determinado por el imperativo categórico de la
razón práctica, esto es, por la respuesta de la razón a la pregunta “¿Qué debo
hacer?”. Esta respuesta es moral y afecta al individuo en cuanto que individuo, en
la plena autonomía de la razón. Como tal, en un plano moral y práctico, no podrá
reivindicar nunca el derecho a la rebelión política. Pero, si este individuo no actúa,
sino que se limita a ser espectador, tendrá el derecho de juzgar y de aportar un
veredicto final.” (Arendt, 1984: 114–115)
La autora valida la propuesta kantiana, pues sólo mediante la inhibición con respecto
a los hechos, puede el espectador consagrar su derecho al juicio, especialmente en la esfera
política, porque en la polis los seres humanos libres actúan en conjunto, en plural, para
discutir diversidad de intereses (de los que no debe ser co-partícipe, o parcializarse) el
espectador en tanto que juez. Para poder realizar la “observación reflexiva”, paga el precio
de excluirse de la acción conjunta, siendo resarcido con el poder de la “rebelión política”,
guiado por el “entusiasmo del público” que le rodea.
Aunque el filósofo de Königsberg reconoce la importancia de los eventos, ya que sin
el desempeño de los actores no habría acontecimientos que juzgar; confiere primacía a la
capacidad de juzgar, y si bien cada espectáculo puesto en marcha puede asemejarse a los
anteriores, quienes aprecian la función, añade Arendt, no son los mismos. Los espectadores
y el público en general cambian, y con ellos sus juicios, aún en contra de toda tradición; sobre
todo si ésta atenta contra el futuro de sus artífices que, según Kant, son impulsados como
“especie humana” a un constante progreso, emanado de un ardid de la naturaleza.
Precisamente, al estudio periódico de los acontecimientos resultantes del desempeño
de los diferentes actores, es a lo que desde la edad moderna se ha denominado filosofía de
la historia, en un intento por tomarse con rigurosidad científica, los asuntos humanos, que
a decir de Arendt, no siempre arrojan el resultado esperado de la acción que se ha puesto en
marcha. Es decir, con frecuencia “histórica” ocurre que se evidencie algo distinto a lo
conocido e iniciado. La autora ofrece el ejemplo de Hegel, del hombre que enciende el cerillo
e incendia la casa de su enemigo. La moraleja de la cuestión son las desproporcionadas
consecuencias del nimio acto inicial). En medio de todo esto, Arendt se acoge a la
preponderancia (kantiana) del juicio del espectador:
“(...) no es la acción, sino la contemplación de la acción lo que revela “la otra
cosa”, es decir, el significado del todo. Es el espectador, no el actor, quien posee
la clave del significado de los actos humanos – los espectadores de Kant, y esto