López, S. Revista de Filosofía, Vol. 41, Nº107, 2024-1, (Ene-Mar) pp. 44-52 49
Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela. ISSN: 0798-1171 / e-ISSN: 2477-9598
5. Educar en el pluralismo de los valores
Debemos ser conscientes de que cada grupo, ideología, cultura y/o religión tienen su
propia lógica y sus valores-guía, y que esto conduce, muchas de las veces, a una
confrontación inevitable entre valores. Cada grupo plantea de manera diferente las
posiciones básicas que el ser humano debe adoptar ante el mundo y ante su propia vida. El
científico, el empresario, el artista y el líder político tienen, cada uno de ellos, su propia
‘legalidad’ y actúan acorde a ella. Sin embargo -y esto es lo que trataremos de defender en
este epígrafe-, el pluralismo de los valores no condena, como los reaccionarios intentan
hacernos creer, al relativismo. Tal y como supo localizar Max Weber (2010), solo cabría
hablar de relativismo si partimos de la posición metafísica de una verdad universal, sin la
cual como referencia estamos abocados al relativismo y al “todo vale”. Si no aceptamos la
existencia de un valor supremo -objetivo, universal y evidente-, nos encontramos abocados
a la libertad de elección y al deber de construcción, pero no -al menos no necesariamente- al
relativismo. La diferencia entre ausencia de referencia y ausencia de referencia metafísica
marca la línea entre el relativismo -la imposibilidad de determinar una referencia- y la
democracia -la necesidad de determinar una referencia-.
Los valores, tomados en su abstracción, pueden parecer absolutos, tautológicos e
inconmensurables entre sí, pero ni el mundo social ni los individuos lo son. La mezcolanza
de ideas, pasiones, perspectivas, emociones y conceptos que nos componen es tan inmensa
como contradictoria (Adorno, 2005: 96). Este hecho, verificable en cada una de nuestras
experiencias vitales, debería ser suficiente para hacernos menos dogmáticos y más
humanistas, es decir, mejores comprensores de la condición humana -que es cambiante,
compleja e inclausurable-. También debería impedirnos ver los otros valores como un
mundo completamente ajeno al nuestro -pues tal y como dijo Terencio, homo sum, humani
nihil a me alienum putomuro-. La comprensión de otras lógicas debe ser inherente a la
educación en la democracia. Sin esto, la democracia, necesariamente ligada al pluralismo,
está capada de antemano.
Los conflictos entre los valores tomados en abstracto, tal y como apuntábamos, son
inevitables por la inflexibilidad de sus fronteras -esas que solo existen en la teoría-. No hay
ningún “patrón superior” que permita convertir los valores de una esfera a otra. Sin
embargo, los individuos sí pueden relativizar los valores que los habitan -o lo que es lo
mismo, localizar su contingencia- y subsumirlos a una esfera superior, elegida por ellos: la
de la convivencia.
Que existan diferentes valores desemboca en una situación crítica para el individuo.
Tener que elegir es la condena del ser humano, tal y como apuntó Sartre (2007: 41), y Weber,
por su parte: “Cada acción concreta importante y toda la vida en su conjunto significa (…)
una cadena de decisiones últimas, con las que el alma elige su propio destino, es decir, el
sentido de su ser y su hacer” (Weber, 2010: 507-508). La elección y la decisión de cada ser
humano va a transformarse en su individualidad. Tras dar muerte a Dios, el sujeto se
encuentra arrojado a sí mismo en la pregunta de con qué valores debe comprometerse
(Nietzsche, 2017: 184). Partiendo del pluralismo de las ideas y de sus distintas y
contrapuestas lógicas de funcionamiento, la democracia se torna entonces el reino de la
libertad y, por tanto, la necesidad de poner la convivencia en primer lugar es el único modo
de que la libertad no devenga anarquía. Hipostasiar la convivencia como condición
apriorística del pluralismo, inherente a la democracia, es la única forma de salvar esta
última.